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jueves, 13 de mayo de 2004

18.00 Cuaderno en blanco Desde pequeña me han gustado las papelerías. No las tiendas en sí, sino los productos que en ella podían encontrarse. Bolígrafos, plumas, papel celo, lápices (los colecciono de una forma muy particular) y cuadernos. Sobre todo cuadernos. Grandes, tamaño folio, cuartillas o simples libretas más pequeñas que mi mano. Cuadriculados, rayados, milimetrados y lisos. Incautos dispuestos a caer en las manos de cualquier, soñando sólo con que alguien, alguna vez, llenara sus páginas de buena literatura (supongo que los de ciencias pueden cambiar literatura por “fórmulas perfectas”). Con sus hojas inmaculadas, algunos incluso con un plástico recubriéndoles, parecían estar llamándote a gritos. Deseando que los abrieras y llenaras sus páginas de borrones de tinta, completamente ilegibles la mayoría de las veces. Esa pasión de niña me ha durado hasta hoy. Cada cierto tiempo, creo que no he acabado ninguno desde que dejé de usarlos como diario, me compro un cuaderno. Pero no uno cualquiera. Recorro las papelerías hasta que encuentro “el” cuaderno. Tiene que ser perfecto. Tiene que gustarme y tiene, sobre todo, que decirme algo. Nunca son iguales, porque dependen mucho del estado de ánimo, de las ganas de escribir y de qué quiera escribir. Los hay con dibujo en la portada, o lisos. Cuadriculados o en blanco. Rayados o milimetrados nunca. Con páginas de colores, de espiral, de pinza... El martes me compré uno nuevo. De tapas marrones y lomo pegado. Sus hojas descansan en una estantería de mi casa dispuestas a que las llene de mí. De cualquier cosa. Dibujos, flores, poemas, frases escuchadas o leídas al azar, ideas sugeridas de la nada... Todos son trozos de mí, de cómo estoy y de lo que me inquieta en cada momento. Aún no sé de qué mensaje se convertirá en portavoz este cuaderno. Sólo necesito algo de tiempo y de inspiración. Pero ya se sabe que ésta debe encontrarte trabajando.