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lunes, 28 de febrero de 2005

Estamos de obras

Tras un agitado temporal nocturno, la dirección ha decidido suspender temporalmente (un día o dos) el acceso a este blog. Seguiremos informando. Pero no os preocupéis, son sólo problemas técnicos con la plantilla :)

sábado, 26 de febrero de 2005

Retazos

++ Conversación: T: La gente que habla sola me da miedo. A: ¿Por qué? T: Porque... ¿y si no están hablando solos? ++ Reflexión: El mismo suceso X puede tener más importancia un día que otro. Indefectiblemente. Puede deberse a tu estado anímico, a lo dura que haya sido la jornada laboral, a la compañía en la que hayas pasado el día, al cansancio por la repetición del suceso en el tiempo, a tu estado hormonal o al día que sea. Hoy es un de esos días en que X es más importante y doloroso. ++ Estreno: Ya tengo móvil nuevo. Espero que, a partir de ahora, no tenga que escribir los mensajes dos veces, ni comprobar cada 2 segundos que no se haya apagado por voluntad propia, etc. No es gran cosa, pero seguro que me facilita algo la vida. ++ Ulysses: Es un cielo, pero un cielo que se ha convertido en un problema para el próximo fin de semana (Umbralis). Porque no había contado yo con que va a estar casi 3 días solo. ++ Felicitaciones: A Rapunzell, Shelob y Kilmenir. Deseando que la etapa que cada uno va a comenzar sea la mejor de vuestra vida y os haga tan felices como os merecéis (que es mucho). ++ Queja: Hay momentos en la vida en que odio vivir sola. Por ejemplo, esta tarde, cuando tenía que cargar con todas las bolsas de las compras realizadas hoy. ++ Planes: Hincharme a palomitas y a ver películas en DVD. El mejor plan que conozco para cuando estoy como estoy hoy: tristona.

lunes, 21 de febrero de 2005

Literatura, sueños y polvo

Tengo la mesa del trabajo llena de cosas. Un taza repleta de bolígrafos de todos los colores, una agenda del año pasado plagada de convocatorias y citas, varios DVDs que no veré jamás (si puedo evitarlo), CDs con documentación sobre películas y exposiciones, diccionarios, un par de cuadernos y una pequeña montañita de libros. De hecho son 7. Uno sobre periodismo, traído de casa; una novela negra, para mi padre; Otro titulado El tiempo de Shakespeare, para ampliar mis escasos conocimientos (que este año estoy ampliando) sobre Literatura inglesa. Los tres títulos restantes son Fantasmas en peligro, Potilla y el ladrón de gorros y Hermano Lobo. Lo que estos tres títulos tienen en común es más de lo que parece. A saber, los tres me los han enviado de la editorial y todos se engloban en esa amplia categoría normalmente denominada Literatura infantil. Y es este cúmulo de coincidencias la que me anima a escribir este post. Como todos sabéis leo desde que era muy pequeña. En Preescolar nos enseñaron a leer con las típicas cartillas que incluían frases tan ingeniosas como “Mi mamá me mima mucho” o “Mi papá fuma en pipa”. Frases que yo aprendí a desentrañar mucho antes que mis compañeros gracias a las noches pasadas, linterna en mano, bajo las sábanas de mi cama, en un intento por entender lo suficiente como para leer alguno de los volúmenes que ya poblaban mi casa. Gracias a que mis padres fueron razonables con esta manía mía, pronto empecé a atesorar una biblioteca propia. En ella se incluían cómics (Superman, Spiderman, El hombre enmascarado, Titín, Astérix, Lucky Luke...). Ésto contra la opinión de mi madre y apoyada por mi padre, que cada vez que me ponía mala (y antes de que abrieran un funesto videoclub en su lugar de trabajo) me traía un par de cómics para que me entretuviera. Cuando me cambiaron de colegio descubrí nuevos horizontes gracias a dedicar las horas de recreo a labores de bibliotecaria ayudante. Y con eso, abandoné la lectura de cómics y de libros “para niños”. Empecé con la colección de Alfaguara (que luego sacaron como coleccionable de quioscos) y con otra, creo que de Anaya, que recopilaba grandes obras de la Literatura Universal (y que yo no calificaría como “para niños”). Así, abandoné libros como La nariz de Moritz o La hija del espantapájaros por Crimen y Castigo, Drácula o Estudio en escarlata. A los 10 años, en mi librería habitual, me llevé un señor libro titulado Grandes obras de la Literatura inglesa, que contenía 3 obras de Shakespeare, Ivanhoe y un par de novelas de Dickens. Lo devoré ante la atónita mirada de mis padres. El caso es que hasta hace poco más de un año, y salvo honrosas excepciones (tipo Harry Potter), no había dedicado un segundo de mi tiempo de lectura en lo que yo (erróneamente) calificaba de “literatura de segunda”. Esto incluía no sólo la Literatura infantil, sino también la fantástica, la de humor, la de terror (con Stephen King tuve un idilio que duró un par de años) y, por supuesto, los cómics. Y ahora parece que esté recobrando el tiempo perdido. Aproximadamente una estantería de mi casa está llena de cómics y Literatura infantil y juvenil, amén de libros de esas otras clasificaciones relegadas. Ahora mismo estoy leyendo Hombres de armas y releyendo Sandman. En la lista de espera están, entre otros, American Gods, Pirómides y unos cuantos cómics de Hellblazer. Y entre mis recientes lecturas: Neverwhere, Imágenes en acción, Soho Black, Humo y espejos, Corazón de tinta, Hellboy, Spiderman y algo de Hellblazer. Por supuesto, sigue habiendo en mis estanterías libros serios. Pero algunos por leer acumulan polvo desde hace unos meses, sin que mi mirada haya parado siquiera en ellos. Quiero leerlos, pero a la hora de la verdad acabo eligiendo a los otros. Y tengo la sensación de que de pequeña quise ser mayor y ahora de mayor quiero ser pequeña, o disfrutar de todo aquello a lo que renuncié en su día. Quizás, simplemente, es que he leído demasiada literatura seria y tengo la sensación de que se repite, y me aburre. Algo que antes casi nunca ocurría y que ahora pasa cada vez con más frecuencia. Bueno, hay algunos autores que nunca decepcionan, claro. Y como no decepcionan de vez en cuando vuelvo a ellos, leo un poco, pico de aquí y de allí cosas leídas ya muchas veces, y sigo interesada en saber más de ellos. Y es ese ánimo de saber más el que me ha hecho dejar de posponer una búsqueda que había aplazado ya demasiados años. Bueno, eso y una especie de resquemor conmigo misma por no haberlo intentado nunca. Y por haberme dado por vencida demasiado pronto. Y mientras buscaba pensaba “¡Qué tontería! Si seguro que no hay nada que me interese. Aunque claro, así mejor, que podré justificarme”. Hace muchos años, cuando empecé la universidad, soñaba con viajar a otro país y hacer allí algún curso. Como siempre he tenido el listón un poco alto no me valía cualquier cosa, no señor. Mis metas estaban en tres universidades muy determinadas, a saber: Cambridge, Oxford y Harvard. Pero eso fue cuando era más joven y elitista. Años después descubrí a un autor del que nunca había oído hablar. Y me enamoré de sus escritos, de él, y de su ciudad, antes de haberla visto. Y cuando la vi... Bueno, ya lo sabéis todos. Así que pensé que tampoco podía descartar su Universidad, centenaria, y con una buena reputación a sus espaldas. No, allí no tienen Periodismo, así que irme de erasmus estaba fuera de toda opción. Por eso y porque ya estaba licenciada, claro. Pero un postgrado... El caso es que pasó el tiempo y yo dejé que ese sueño se cubriera de polvo. De vez en cuando me lamentaba, pero como tampoco había hecho nada por él era u lamento bastante hipócrita y autocompasivo. Una mierda de lamento, vamos. Y hoy he investigado qué cursos de postgrado hay, cuánto duran, cuánto cuestan, cuáles son los requisitos de entrada y cuáles son sus programas. ¡Je! Ahora me pregunto por qué lo he hecho, y si de verdad pensaba que no iba a encontrar nada que me gustara. Claro, en la ciudad de Joyce, en la Universidad de Joyce... ¿cómo iba a ver algo relacionado con él? ¡Qué tontería! Pues sí, hay dos cursos muy interesantes: Anglo Irish Literature (6 meses de duración, en tres de los cuales hay cuatro horas semanales sobre Joyce, además de otras interesantes asignaturas) y Creative Writing (6 meses dedicados a escribir, escribir y escribir). Veo los cursos, y veo mi vida hoy por hoy y casi me arrepiento de haber hecho la búsqueda. ¿Por qué? Porque sé que me falta el valor para hacer la elección que me gustaría. O que creo que me gustaría. Pero también sé que si dejo que el polvo se asiente de nuevo sobre ese sueño ya no habría nadie a quien culpar más que a mí. Es mi elección, pero preferiría no tener que hacerla.

Parte semanal

Este ha sido, en resumen, un buen fin de semana. En sus primeras horas no tenía pinta de ir a computar en mi lista de Buenos momentos, pero puedo afirmar que me equivoqué. Y gracias a ello hoy estoy escribiendo aquí. El sábado tuve la suerte de asistir a la entrada del Capitán Napalm en ese nuevo mundo llamado los juegos de rol. Y fue memorable. La escena de la viuda contándole al asombrado y ávido periodista la historia de su prima Peggy Sue y su marido Matt fue más de lo que pude soportar. Pena de cámara de vídeo... Y el tercer tiempo tampoco estuvo mal, cortito (que todos teníamos sueño), pero agradable. También la conversación previa a la partida. Siempre es un gusto hablar con vosotros, chicos, y con el Capi es, además, un lujo del que disfruto menos de lo que me gustaría (pero no me quejo, que conste). Y ayer fui con Athair a ver Constantine. Entré sin esperar demasiado de la película, y me gustó. Y Rapun, no sufras, el papel de Keanu es bastante parecido al que tiene en Matrix. Habla un poco más, es cierto, pero su actuación traslada my correctamente la esencia del personaje. Vamos, que lo hace bien. No, no tiene nada que ver con el Keanu de Un paseo por las nubes ni con el de ese otro engendro (cuyo título no recuerdo) por el que le condenaste a tu antipatía. La película tiene unas cuantas escenas memorables, y consigue arrancarte las carcajadas a base de cinismo e ironía, algo nada fácil. Sólo le pondría un par de peros, Nada grave en cualquier caso. Y tras esas risas, otras. Las que provocaron 3 capítulos de Futurama (cortesía de beor) vistos en la mejor de las compañías. Magnífico broche para una semana excepcional. Eso sí, Ulysses últimamente no está nada contento conmigo, que este fin de semana casi no he parado por casa. Habrá que recompensarle.

jueves, 17 de febrero de 2005

Batallas (post para iniciados)

Cada día nos enfrentamos a millones de demonios personales que intentan hacernos más complicada la vida. A algunos de ellos les tenemos ganada la partida de antemano, porque hemos sabido anular su poder con estrategias propias. Otros se empeñan en ponernos la zancadilla cada jornada y cada vez se esconden tras nuevas máscaras, lo que hace más difícil pelear con ellos. A veces caemos, otras simplemente tropezamos, otras conseguimos no perder pie. Y son esas las importantes, las que deben hacernos querer seguir luchando. A veces luchar contra esos demonios es complicado, y doloroso. Otras nos parece que paseemos plácidamente por un jardín tranquilo. En ocasiones, da miedo que aparezcan, y nos quedamos parados en el camino, sin atrevernos a internarnos en un bosque que, quizás, nos depare sorpresas más que agradables. Por ejemplo, yo tengo miedo a volar. No me gustan los aviones. Me da pánico. Mientras dura el trayecto estoy en tensión, y cuando llego a mi destino suelo estar echa polvo tras la ingente cantidad de adrenalina gastada. Sé que ese miedo está ahí, que el maldito demonio aparecerá todas las veces que quiera subirme a un avión. Y, sin embargo, cada vez que he tenido ocasión de viajar, no he dudado un instante. Sí, es posible que lo pase mal 1, 2, 3, 14 horas. Pero lo que obtengo después me compensa una y mil veces ese mal rato. Hace 3 años hice algo que, hasta entonces, consideraba impensable. Subirme a un avión yo sola para viajar a una ciudad desconocida en la que nadie me esperaba. Lo pasé muy mal en el avión, para qué negarlo. Y al llegar, sólo pensaba “¿qué narices hago yo aquí? Esto va a ser horrible, lo voy a pasar fatal”. Pude haber cambiado el billete de avión, pero no lo hice. Luché contra el demonio y le gané. El resultado, ya lo sabéis. Me enamoré de esa ciudad, pasé una semana maravillosa paseando por sus calles, tomando pintas de cerveza con periodistas a los que dos horas antes no conocía de nada (y a los que si volviera a ver no reconocería). Y, con el tiempo, ese viaje me acercó a la persona de la que estoy totalmente enamorada. ¿Quién sabe? Quizá si no hubiera hecho ese viaje las cosas hoy serían muy distintas. A veces, como ahora, esos miedos nos impiden hacer cosas que estamos deseando hacer. Pensamos que, por un momento de sufrimiento, no merecen la pena los cientos de maravillosas y divertidas horas pasadas en muy buena compañía, compartiendo algo que es importante (por lo que implica de momento de desconexión, de situación de ocio, de compartir vivencias, tiempo e intereses...). Hace unos años vivía dominada por cientos de pequeños demonios que se empeñaban en tirarme del pelo, ponerme la zancadilla, empujarme por las escaleras... Un día me desperté del sopor que yo misma me había inducido y recuperé el control de mi vida. Peleé, no siempre de forma limpia, y gané. Algunos quedan por aquí, pero son los menos y cada vez son más flojos. Hace un año, el día que pude contemplar orgullosa el campo de batalla, me prometí algo: que el miedo no volvería a decidir por mí, que no me impediría hacer lo que quisiera. Nadie dijo que luchar contra los demonios fuera tarea fácil, ni que se pudiera hacer con un número de bajas tendente a cero. Pero si algo tengo claro es que con ganas de vencer y el apoyo de los que te quieren, siempre es mucho más fácil. Caeremos algunas veces, qué duda cabe. Pero tengo la misma certeza de que volveremos a levantarnos, cada vez más fuertes, cada vez más débiles ellos. Porque a los diablillos no hay que darles tregua, ni cederles ningún campo de batalla, porque los jodíos se presentan en muchos, y vencer en uno es avanzar terreno en otros. Y para el futuro, para nuestro futuro (personal y profesional), es muy importante no dejar que nos dominen. No abandones, no lo hagas. Sigamos luchando juntos contra ellos y venzámosles, porque no se merecen otra cosa. Cojámonos de la mano y sigamos el camino que hemos escogido, enfrentándonos a ellos. Y recordando, cada vez que uno caiga, que lo más importante es que nos queremos.

¡Hombres!. Crítica teatral

Ayer me llevé al teatro a Athair. Hacía mucho que no iba y, la verdad, ya tenía ganas. Pero conociendo como conozco a mi chico, más me valía elegir algo divertido y ligerito. Así pues, hace una semana, le propuse ir a ver una obra que yo ya conocía: ¡Hombres!. Iba a ser mi cuarta vez como espectadora, y la tercera compañía a la que veía representar unos textos que me gustaron tanto que descansan en una estantería de casa. Así pues estaba convencida de que el éxito era seguro. ¡¡¡¡MEEEECCCC!!!! Error. Gravísimo error. Hacía mucho tiempo que no pasaba hora y media tan aburrida y tan avergonzada. Las cinco actrices son malas. Muy malas. Exageran los gestos hasta resultar payasos grotescos sobre el escenario. Modulan muy mal su voz, gritando casi, en vez de declamando en voz alta (sutil diferencia que provocó más de un dolor de cabeza), exagerando su acento catalán, adoptando tonos que sólo pueden definirse (como acertadamente hizo Athair) como de “cultureta”. El texto, generalmente afilado, perdía toda la gracia en sus manos. Les quedaba no grande, enorme. Las bromas se perdían en un mar de interpretaciones histriónicas que hacían chirriar los dientes. Y el texto, en su origen genial, ha sido remodelado para ganar “actualidad” y ser “políticamente correcto”, pero ha perdido gracia y soltura. En mi opinión, el discurso sobre la mujer esperando junto al teléfono LA llamada era mucho mejor que el de la mujer pegada al móvil y desentrañando el sentido de un SMS escrito como un antiguo jeroglífico egipcio. En fin, un desastre completo que a duras penas logró arrancarnos 3 o 4 risas, que no carcajadas. Eso sí, a algunos de nuestros compañeros espectadores sí les gustó. Pero claro, a la gente también le gusta Gran Hermano. Afortunadamente (gracias, gracias, gracias) Athair no hizo mucha sangre del desastre, quizás porque me vio más avergonzada y contrita que otra cosa. y, una noche más, pude disfrutar de su compañía bajo mi edredón. Todo un lujo que disfruto cada segundo que se produce. Y es que ayer descubrimos una nueva ventaja de dormir juntos: que si me levanto de mala leche (como ayer) bastan un par de frases amables y unos mimos para que se me olvide y el comienzo del día pueda parecerme tan maravilloso como en realidad es cada jornada que comienza a su lado.

lunes, 14 de febrero de 2005

Me siento tan frustrada...

viernes, 11 de febrero de 2005

Diseño de estrategias: Modos de caminar

Cuando era pequeña (en edad, que ya sé que en tamaño tampoco he crecido mucho) sufría un serie de complejos, la mayoría de los cuales estaban provocados por la forma que tenía mi entorno de interactuar conmigo. Complejos que han derivado en una serie de características y habilidades aprendidas. Quizás los más reseñables son los que se pueden atribuir a dos sucesos importantes en mi vida: que me pusieran aparato en los dientes (7 años) y que me pusieran gafas (11 años). Obviamente a esta tierna edad, y gorda como un tonel, mi atractivo era ignorado hasta por la fuerza de la gravedad. Así pues, me convertí en una persona bastante tímida y callada que siempre prefería escuchar a tener que repetir doscientas veces las cosas hasta que alguien conseguía eliminar las barreras que la resina del aparato ponía en mi boca y entenderme. A los 13 años di el estirón. Y a los 14 empecé a salir de juerga con mis amigas, y a tener mis primeros líos. Por fin me había desecho de la grasa que me envolvía, pero las gafas y el aparato seguían allí. Así pues, el aparato empezó a pasar cada vez menos horas en mi boca y más en el cajón de la mesilla. Y las gafas... bueno, a esas las sustituí por unas lentillas durante un año, hasta que éstas empezaron a atacar la sensibilidad de mis globos oculares y tuve que deshacerme de ellas. Un drama. La opción de volver a las gafas todo el día y de salir con ellas los fines de semana era impracticable. ¡Bastante hacía ya llevándolas en clase! Vale que era una presumida, pero joder, tenía 15 años y las gafas más feas de la creación. Así pues, abandoné mis queridísmas lentes y empecé a pasear por el mundo sin ellas. Bueno, más que a pasear, a tropezar con el mundo. Y es que, a pesar de no tener casi miopía, no veía un pimiento sin ellas. Nunca sabía quién me estaba saludando desde la otra acera (ni si me estaban saludando a mí), quién se acercaba a mí ni con qué intenciones, dónde estaba mi novio o mis amigas cuando salía del baño de la discoteca de turno y ellos se habían acercado a la barra... Me pasaba el día escrutando el panorama con cara de topo, los ojos entrecerrados, y sin distinguir a nadie hasta que no estaba a menos de medio metro de mí. Eso sin contar con que jamás veía los obstáculos físicos en mi camino hasta que no los tenía encima, o cuando ya había rodado por el suelo. En fin, que la tontería de las gafas me estaba haciendo ir por el mundo como el típico genio despistado. Y eso tampoco era bueno. Pero como seguía siendo una coqueta, no me di por vencida en mi batalla contra los antiestéticos cristales redondos que me había comprado mi madre. Así que había llegado el momento de demostrar mi inteligencia y desarrollar estrategias que me permitieran hacer menos el ridículo y entrar en los sitios con más dignidad. Me llevó tiempo perfeccionar la técnica que había ideado, pero con los años se ha demostrado infalible. Empecé a fijarme en la gente, en sus gestos, sus movimientos al caminar o al hablar, sus tics más comunes, cómo levantaban las manos al saludar, cuál era la longitud de su cabello, que ropa solían ponerse y cómo tendían a quedarles las prendas que más usaban. Memoricé camisetas, colores preferidos para vaqueros, si usaban zapatillas de deporte o botas, cuáles eran sus abrigos... Lo analizaba todo y creaba mi propio álbum fotográfico de cada persona. Al principio muy general, pero luego iba añadiendo detalles, diferencias sutiles, e iba creando clasificaciones para las cosas. Por ejemplo: Emma y María eran las dos rubias, más o menos de la misma altura y complexión y ambas levantaban la mano izquierda para saludar. Si se colocaban a más de 5 metros de mí era incapaz de distinguirlas (a menos distancia lo conseguía gracias a que el volumen del pelo de María era considerablemente mayor). Pero había una sutil diferencia en su forma de saludar. Mientras María levantaba la mano completamente recta, y el brazo también, Emma tenía tendencia doblar ligeramente el codo y a inclinar la mano hacia la izquierda. Problema resuelto. Durante muchos años conseguí triunfar con este método. Sabía quién era quién, con quién estaban hablando mis amigas o mi novio, y que intenciones tenían, aunque estuviera a considerable distancia, y siempre conseguía identificar a la gente incluso antes de que ellos me vieran a mí (lo cual resultaba muy útil cuando no quería saludar a alguien, o si estaba enrollándome con alguien que no era mi novio y éste aparecía en la discoteca). Pero el tiempo pasó, la tecnología avanzó y hoy puedo volver a llevar lentillas. Eso sí, la práctica no me ha abandonado e, inconscientemente, sigo haciendo mi pequeño álbum de fotografías de cada uno. Hoy le he contado esto a Athair a raíz de una conversación sobre la conveniencia o no de meterse con él, aún siendo desconocidos. Y le ha hecho gracia que yo dijera que yo no lo haría simplemente por la manera que tiene de caminar. Es el suyo un paso fuerte, seguro, decidido, que acompaña con movimientos de los brazos (normalmente rectos) no muy marcados que, simplemente, ayudan a transmitir la impresión de que “estoy aquí”. Es el paso de una persona segura de sí misma y de sus posibilidades de llegar a donde sea. Y, aunque me sea muy difícil explicar por qué, el de una persona que conoce y valora positivamente sus cualidades físicas (de resistencia y fuerza). Es un paso que advierte sobre la poca conveniencia de buscar pelea con él, quizás porque a veces, cuando camina en linea recta hacia un punto, con una pizca de tensión dentro de él, parece crecer ante nuestros ojos. Y sí, de todos los demás también tengo un “examen del caminante”. Por ejemplo, Imperator. Su paso también es seguro y decidido, pero a diferencia de Athair, lo que refleja no es “no te metas conmigo”, sino “no tengo tiempo para detenerme por chorradas”. Earendil tiene un paso pausado, como si decidiera sobre la conveniencia o no de seguir ese camino cada vez que levanta el pie del suelo. Sus pasos son más delicados, más suaves, como si no quisiera molestar al suelo con su presencia. Camina algo encogido, quitando importancia a su presencia física, y mirando al suelo, como buscando el próximo obstáculo con la suficiente antelación como para evitarlo sin hacer movimientos bruscos. Y Rapunzell... Bueno, ella camina a saltitos (aunque sin darlos), tomando impulso con cada nueva zancada, elevándose sobre la tierra. Es, como he dicho esta mañana, como el caminar de un duendecillo bondadoso y divertido (o duendecilla bondadosa y divertida) que aparece en los cuentos. Es un paso alegre, contento, armonioso, agradable de ver. ¿Y yo? Yo no tengo ni idea de cómo camino, pero sí puedo decir que, con lentillas o sin ellas, nunca he sido capaz de ver los obstáculos físicos en mi camino. Y así acabo... rodando por las escaleras del metro.

jueves, 10 de febrero de 2005

Rutina cambiada

Desde hace unos días he variado mi trayecto al trabajo. Tardo algo más (unos minutos) pero no me importa. Ahora, aparco junto al Palacio Imperial y Templo del Banjo y me traslado en autobús hasta mi trabajo, pero sólo dos paradas de metro. Es decir, me ahorro la ingente cantidad de 1 parada. El camino desde esa, para mí, nueva estación y el trabajo lo hago andando. Es un recorrido de poco más de 4 minutos (como mucho), pero me permite sonreír en, al menos, 3 ocasiones. La primera, al pasar junto a una librería que exhibe en su escaparate algunos volúmenes viejos (que no antiguos). Sobre ellos destaca uno con tapas azules y hojas gruesas que seguro huelen a clandestinidad. Se trata de una edición de Desterrados (Exiles), de James Joyce. Y sé cómo huelen sus páginas porque tiene toda la pinta de haber sido impreso en algún país iberoamericano (posiblemente Argentina) durante la dictadura franquista, cuando Joyce estaba prohibido. No he entrado a preguntar cuánto cuesta, y tampoco sé si lo querría, por varias razones. La primera, que esta obra teatral de Joyce es bastante decepcionante. No, no es especialmente buena. Segundo, y más importante, porque desde el escaparate me anima todas las mañanas, algo que no creo que hiciera desde mi estantería. La segunda sonrisa me la provocan tres tiendecitas, muy cercanas unas a otras, que cada día sacan decenas de ramos de flores a la calle, pintándola de colores vivos. Me gustan especialmente los ramos de tulipanes que, además, no son nada caros. Algún día me compraré un ramo, pero siempre temo que lleguen estropeados a casa. De todos modos me gusta la estampa que ofrecen las tres concentraciones florales, aportan un toque de irrealidad a la zona, destacan entre tantas casas grises y tantos árboles mustios. Son un pequeño oasis entre tanto civilizado desierto. La tercera sonrisa del camino se la debo a una serpiente negra y amarilla, enorme, que cada mañana me saluda con su roja lengua desde un escaparate. Es genial. Brilla con la luz del sol mientras se esconde entre evocadores olores frutales. La serpiente de que hablo no da miedo, a pesar de que debe ser tres veces yo. Al contrario, te hace sonreír. A mí y a todos los clientes de la frutería en la que campa a sus anchas. Porque esta serpiente no es de verdad, está construida con fichas de Lego. Y se merece no una foto, sino un carrete entero. Y como hoy parece que estoy inspirada, o deseosa de escribir algo (y argumentos para una ficción no se me ocurren) he escrito varias entradas sobre periodismo. Da igual si las lee o no alguien, pero al menos voy haciendo cosas.

miércoles, 9 de febrero de 2005

Sensaciones y detalles

Alguien dijo una vez que si tenías el problema identificado ya habías recorrido más de la mitad del camino. A estas horas de la noche, ese alguien me parece un mentiroso. Con premeditación y alevosía. ¿Por qué? Bueno, pues porque yo tengo mis problemas identificados hace tiempo y aún no he avanzado ni un solo centímetro. En algunos casos la dificultad radica en que desconozco el camino a seguir. O, más bien, veo distintas opciones, pero no sé cómo poner en práctica ninguna de ellas. Y así, sigo varada en el mismo punto escrutando el horizonte. En otros casos, los que tienen más delito, simplemente fracaso cada vez que lo consigo. Vamos, que sé exactamente lo que hay que hacer y cómo hacerlo, pero me demuestro incapaz de ello. De un tiempo a esta parte he descubierto en mí emociones que no había sentido nunca. Entre ellas, la envidia. Lo que antes fue admiración se ha transformado en envidia y, al intentar seguir esos pasos que admiro, y fracasar estrepitosamente, he acabado envidiando a aquellos capaces de darlos sin despeinarse. ¿Y qué es lo que envidio? La seguridad en uno mismo, la autoconfianza, el aplomo y la fuerza de voluntad. El convencimiento de que, lo que hacen, es lo que deben hacer. Y que por eso, tanto si fracasan como si no, estará bien hecho. Y envidio todo eso porque llevo años intentando sentirme así y no lo consigo. No sé si he puesto el listón muy alto o si, simplemente, mi cabeza (y la de otros) hacen que lo vea muy lejano. Quiero tener más fe en mí y en mis capacidades y, cuanto más lo intento, peor parece que me sale. Me sé la teoría y cada día veo su puesta en práctica, pero cuando se trata de mí hay algo en mi mecanismo interno que se rompe. Y acabo estropeándolo todo. Bueno, no todo, claro. Sólo el “todo” que se refiere a aquello en lo que me esté concentrando en ese momento. Durante muchos años he temido no ser suficiente. Y, para lograr estar a la altura, acababa haciendo cosas por los motivos equivocados. Un ejemplo. De siempre me ha gustado regalar cosas. Procurar, por ese medio, que los que estaban a mi alrededor estuvieran un poco más felices. Me gusta ofrecer algo que los demás sé que quieren, o que sé que les va a gustar. Sus sonrisas siempre fueron la mejor recompensa. Pero hubo una época en que, a este motivo, se sumó otro: si personalmente yo no estaba a la altura, y no era capaz de darles lo que necesitaban, igual podía cubrir ese hueco con cosas materiales. Me sigue gustando regalar cosas, claro, pero a veces me pregunto si lo hago por la razón correcta o la incorrecta. Intento caer en este vicio lo menos posible, pero soy muy consciente de que a veces se me escapa el mal hábito. Antes de seguir me gustaría dejar claro que estoy convencida de que he mejorado en todos estos aspectos. Hoy me quiero más y confío más en mí que hace unos años. Es solo que en ocasiones me parece que aún no es suficiente. Que estoy muy lejos de esos modelos a los que admiro y envidio al tiempo. Por supuesto, también envidio cosas que no dependen en absoluto de mí, sino de las circunstancias que me rodean. Por ejemplo, envidio el cariño e ilusión que pone Rapun en su trabajo, pero sé que comparar nuestras situaciones laborales es imposible. Y no es que yo haya perdido la ilusión por mi trabajo, es que he perdido la ilusión por “este” trabajo gracias al buen hacer de muchos de los que me han rodeado en los últimos años. Eso sí, para ser completamente honesta he de reconocer que, objetivamente, soy una persona problemática en según que puestos. Y por problemática entiendo un persona que discute las cosas y no acata órdenes porque sí, que tiene sus principios y lucha por ellos, que tiene su criterio y no deja que se lo pisen sin oponer resistencia. Vamos, problemática en el terreno laboral. Otra cosa que me ocurre es que miro a mi alrededor y pienso “me gustaría que en mi vida las cosas fueran así”. Pero no lo son. A veces puedo hacer algo para cambiarlas, y lo intento. Otras, no, porque no solo dependen de mí. Tengo que aprender que mi vida es como es, que algunas cosas cambiarán o no, según, y que, en el fondo, cada cual se ha labrado su destino. Así pues, lo mejor que puedes hacer es asumirlo, limar las esquinas contra las que más tropieces y seguir hacia delante con una sonrisa en los labios. A veces eso es difícil. Más que nada porque creo que, en según qué campos, pido o espero o necesito o exijo demasiado. No solo a mí, también a los demás. Hay aspectos de la vida en los que no me conformo con lo que tengo, que me gustaría tener más. Y eso puede resultar una pesada carga para los que me rodean. Porque, al fin y al cabo, mis necesidades deben convivir con las suyas, y acoplarse unas a otras. Cada día intento reducir esas necesidades, esas exigencias, para adaptarme a las de los demás. Y también, claro, a las circunstancias personales de cada uno. Unos días fracaso y otros tengo éxito, o eso creo. A veces fracaso porque no recuerdo que no estoy sola en una isla, o que no soy el ombligo del mundo al que hay que satisfacer continuamente. Pero en ocasiones es otro tipo de fracaso, el que produce la incomprensión de que los demás no quieran, o necesiten, lo mismo que yo. Este tipo de fracasos me afectan más. Porque hago sentir mal a las otras personas, porque en determinado momento empiezo a pensar si no estaré siendo muy egoísta (algo que no me gusta nada) y porque, a veces, no entiendo, o malinterpreto, las razones por las cuales existe esa diferencia de necesidades. Y, en el peor de los casos, acaban produciéndome inseguridad, que pagamos todos. No me gustan estos fracasos. Y lamento cada uno de los que he tenido en los últimos meses. Imagino que no debe ser fácil tener cerca de una persona con tanta necesidad de cariño y atención, y reafirmación de éstos, como puedo llegar a serlo yo. Siento las tensiones que eso os pueda causar, y sabed que trabajo en ello cada día. Unos con más fortuna que otros. En vista de que este post ha quedado más largo de lo inicialmente planeado, de los detalles solo diré que me gustan. Que adoro esas pequeñas tonterías que te hacen tener una sonrisa en los labios durante horas. Porque creo firmemente que el éxito de cualquier tipo de relación social acaba descansando, en buena medida, en ellos. Porque las relaciones hay que cuidarlas cada día, y los detalles ayudan a lograrlo. Son importantes para el día a día. Yo intento mantener eso presente en mi cabeza cada jornada, y procuro cumplir con mi filosofía. Si consigo o no que esos detalles os lleguen es algo que deberéis juzgar vosotros.

martes, 8 de febrero de 2005

Me cago en... (2ª parte)

Mierda, mierda, mierda. El tratamiento está fallando. Y mi querido ginecólogo empieza a quedarse falto de ideas. Dos meses más de prueba y luego... veremos. Estoy jodida, y encima no puedo darme al helado de chocolate. Y, por si fuera poco, la ansiedad me ha abierto un agujero en el estómago. Tengo más hambre que el perro de un ciego. Me acabo de comer 3 pulgas (de jamón, salmón y fiambre de pollo) y sigo con el estómago vacío... Lo bueno de hoy, que ya tengo Hellboy y el DVD de Rattle and Hum. Algo es algo.

jueves, 3 de febrero de 2005

Para los amantes de los comics... y de HELLBLAZER en particular

Constantine-18 de febrero Nacido con un don que no deseaba, la capacidad de reconocer claramente a los ángeles y a los demonios híbridos que andan por la tierra bajo un aspecto humano, Constantine (Keanu Reeves) se vio empujado a quitarse su propia vida para escapar de la atormentadora claridad de su visión. Pero fracasó. Resucitado en contra de su voluntad, se encontró de nuevo en el mundo de los vivos. Ahora, marcado por su intento de suicidio con una esperanza de vida temporal, patrulla la frontera terrenal entre el cielo y el infierno, esperando en vano ganarse el camino a la salvación enviando a los esbirros del diablo de vuelta a las profundidades. Pero Constantine no es ningún santo. Desilusionado por el mundo que le rodea y enfrentado con el del más allá, es un héroe amargado que bebe en exceso, lleva una vida dura y desprecia la sola idea de heroísmo. Constantine luchará para salvar tu alma pero no quiere tu admiración ni tu agradecimiento – y por supuesto no quiere tu simpatía. Todo lo que quiere es un aplazamiento. Cuando una desesperada pero escéptica detective de policía (Rachel Weisz) como Angela Dodson consigue su ayuda para resolver la misteriosa muerte de su querida hermana gemela (también interpretada por Weisz), su investigación les lleva a través del mundo de demonios y ángeles que subyace justo bajo el paisaje de la actual ciudad de Los Angeles. Atrapados en una catastrófica serie de acontecimientos sobrenaturales, los dos se encuentran inextricablemente involucrados y tratan de encontrar su propia paz a cualquier precio. Más información aquí

Me cago en...

¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Mierda, mierda, mierda, mierda!!!!!!!!!!! ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Joder, joder, joder, joder!!!!!!!!!!! ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Me cago en la %&$&%$/#%&$¢!!!!!!!!!!! ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Esto es una %&$&%$/#%&$¢!!!!!!!!!!! No, no me he vuelto loca. Simplemente llevo algo más de 3 horas intentando comprarme la entrada para el concierto de U2 y no hay manera. Tenían que ponerlas a la venta un jueves, claro. No podían hacerlo un miércoles que, a mediodía, podría acercarme a alguna de las tiendas y, con un poco de suerte, lograr la mía. A este paso lograré contactar con los lugares de venta cuando ya no quede ni una. Y, por desgracia, parece que para eso no falta demasiado. Claro, 8 años esperando ésto tenían que acabar así... Me veo el 11 de agosto en las cercanías del Calderón, comiendo pipas y disfrutando del concierto sentada en una acera, sola y maldiciendo mi suerte. ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Joder, joder, joder, joder!!!!!!!!!!!

miércoles, 2 de febrero de 2005

Nuevas aventuras

Ayer por la noche, gracias a una nueva serie de ficción de factura nacional, pude enfadarme con el mundo. Bueno, en realidad con la imagen que se tiene de los periodistas, y de cómo son retratados. Mientras lo veía, hablaba con nuestro querido Imperator, y jure escribir una entrada sobre ética periodística y demás, pero no lo voy a hacer. Bueno, sí, pero no aquí. En su defecto, rescaté (a eso de las 12 de la noche) una idea de esas que guardaba en el baúl de los recuerdos, la desempolvé, le di nombre y cuerpo y, juntas, echamos a andar. No sé en qué va a quedar, pero si no puedo ejercer el Periodismo, al menos podré criticarlo y hablar de él en un nuevo espacio. Y siguiendo con la profesión... las cosas están cada vez peor por aquí. Ahora se va el subdirector de Investigación. Y yo, viendo mi futuro más negro que la boca de un lobo, he hecho dos cosas. Una, pedirle que me llevara con él. Dos, hablar con el otro subdirector para ver si mi estancia en edición se iba a alargar mucho. Éste me ha dicho que, por lo que él sabe, no va a haber cambios, pero que preguntará y me informará. Veremos. P.S. Por supuesto, todo lo anterior lo he escrito aobre las 11.30 de la mañana. Ahora, a las 12.30, las cosas han cambiado mucho. Mi jefe (el de Edición) ha sido nombrado subdirector de contenidos de Cultura y Sociedad, y el subdirector (con el que he hablado esta mañana) ha sido degradado a jefe de Edición. Por favor, y esta vez va en serio, ¿alguien conoce algún puesto en el que podría encajar?

martes, 1 de febrero de 2005

La gente es buena. Mis hormonas, no

Llevo unas semanas algo baja de ánimo, y sin razones concretas que lo justificaran. La verdad, era incapaz de explicar por qué me sentía así, e incluso a mí algunas de mis reacciones me parecían exageradas. Intentaba arreglar las cosas, y sólo conseguía que fueran peor. Un desastre, vamos. Y ayer, a eso de las diez de la noche, empecé a vislumbrar una teoría. Puede sonar a chorrada, pero no lo es. Creo que buena parte de mi estado de ánimo se debe a una nueva descompensación hormonal. ¿Y por qué? Bueno, porque además del tema del estado de ánimo están algunos síntomas físicos: migrañas bastante fuertes y continuadas en el tiempo, cansancio y tendencia a dormirme en cada esquina, temblores, sentir frío aun cuando yo estoy ardiendo (o incluso cuando duermo con pijama de franela, calcetines de lana, chaqueta gorda de punto y edredón nórdico) y mareos. Así pues he llamado al ginecólogo y se lo he contado. Y parece que esta vez, va a ser que sí. El martes de la próxima semana voy, hasta entonces, esperar. Eso sí, mi ánimo ha mejorado bastante desde ayer, que alegra ésto de saber que no te estás volviendo loca ni nada parecido. Y son los mareos los que hoy me han hecho darme cuenta de que hay gente buena en el mundo. Subía las escaleras del metro (las mecánicas) esta mañana cuando me he empezado a encontrar mal. Muy mareada. Y claro, he intentado subir las escaleras andando, para ver si así tardaba menos, y he estado a un tris de tener una de mis famosas caídas por las escaleras del metro. El tris han sido los providenciales reflejos de un señor que me ha cogido por detrás y me ha sujetado hasta que hemos llegado al final de la escalera, y los del chico de al lado que me ha sujetado por el brazo derecho. Luego, manteniéndome agarrada, me ha hecho sentarme y descansar, mientras él (el que me ha agarrado por detrás) le encargaba a los de Seguridad que fueran a por un par de azucarillos. Una vez recuperada, me ha acompañado hasta la puerta del trabajo, muy preocupado por si no debería irme a mi casa. En fin, un encanto. Pero también los de Seguridad, que han tardado muy muy poco en traer el azúcar; y la señora mayor que se ha acercado a preguntar y ha rebuscado en su bolso para ver si tenía algún caramelo que darme... En fin, una escena en la que mis descontroladas hormonas se han empeñado en darme el día, y que ha fracasado gracias a que había buena gente a mi alrededor. Estas cosas también animan.