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viernes, 27 de febrero de 2004

11.04 Despertares o el sueño del mono Siempre he tenido mal despertar. No es que me levante de mala leche, que también, es que siempre me cuesta reaccionar. Tardo en comprender por qué hay alguien que habla en voz alta en mi casa (¡¡¡no son horas!!!) y más aún en descubrir que si quiero que se calle tengo que levantarme y apretar un botoncito. Y después de eso, de vuelta a la cama, nunca sé dónde está el móvil que suena (encima de la mesa, a unos 10 centímetros de distancia) ni qué tengo que hacer para apagarlo. Por supuesto todo esto lo único que logra es que tenga que poner los despertadores 1 hora antes de la hora en que quiero abandonar las sábanas... Pero el despertar de hoy se ha llevado la palma. No por malo, sino por extraño. Lo primero ha sido la radio, como siempre. Pero esta vez me ha dado la risa. Por alguna razón estaba soñando con Lord Voldemort, intentando verle la cara, y, claro, cuando alguien ha empezado a hablar he hecho, inconscientemente, lo que siempre se hace en estos casos: relacionar sueño y realidad. así que la voz que estaba escuchando se ha convertido, en mi sueño en la del malo malísimo de Harry Potter. ¿Y de quién era realmente la voz? De Rodrigo Rato (je je je). Una vez resuelto el misterio de la voz, he vuelto a la cama. 15 minutos después ha sonado la alarma del móvil, que he apagado sin miramientos. Y he vuelto a los brazos de Morfeo. A las 9 (¡¡menos mal!!) ha vuelto a sonar el teléfono, esta vez una llamada de mi madre. He conseguido hablar con normalidad, pero no me acuerdo sobre qué... Sólo espero que no fuera muy urgente. Como ya era la hora he decidido levantarme y ha sido entonces cuando me he dado cuenta... ¡¡¡estoy completamente atrapada por el síndrome de abstinencia!!! Llevo 2 días sin mis pastillas, pero me he levantado con una preocupante sensación de necesidad, y con el cuerpo pidiéndome a gritos que le diera un chute de hormonas. La primera reacción ha sido ir a donde están las medicinas y tomarme una pastilla (sí, estaba muy dormida), pero afortunadamente no me quedaban. Así que no he tirado por la borda el último mes de tratamiento. Al llegar al trabajo, con un dolor de cabeza horrible, he decidido llamar al médico. Al fin y al cabo nunca me había pasado. Al final he conseguido hablar con él, y me ha tranquilizado o imagino que eso es lo que quería al soltarme un: "¿y qué esperabas?" Tu cuerpo ya se ha acostumbrado a la ayuda externa". Genial, ahora resulta que tengo un cuerpo vago y comodón. Bueno, al final me ha dicho que no me preocupara, que era normal, que me tomara algo para el dolor de cabeza y que el resto de síntomas se me pasarían... ¡¡cuando iniciara el nuevo tratamiento!! En fin, un desastre. Menos mal que hemos decidido tomárnoslo a risa... Y ya que estábamos he decidido contarle mi otra pena al médico. Al levantarme he hecho un repaso a los vaqueros que tenía limpios, y como sólo tenía 1 he decidido ponérmelo, ¿obvio, verdad? Bien, el caso es que el citado pantalón no me entraba hace un año, cuando lo compré (es una larga historia) y ahora, tras pasar por las fases de ajustadillo, simplemente prieto y de "por fin entro en él", hemos llegado a la de "¡¡¡necesito con urgencia un cinturón!!!". Vale, alguno o alguna dirá aquello de "qué bien ¿no? Ya me gustaría a mí". Pero yo no estoy contenta. Sí, he adelgazado mucho, pero me cabrea no tener control. Y si sigo así en breve no podré ponerme nada de lo que tengo en el armario... ¡¡Y paso de comprar más ropa!! Le he dicho a mi médico que se supone que ya no debería adelgazar más, que ya no estaba a dieta/tratamiento, sino que estaba en la fase de 'estabilización", y que no entendía nada. Aunque los teléfonos no tengan cámara sé que ha puesto cara de resignación mientras me decía aquello de "¿y qué esperabas?". Así que nada, ahora a esperar a que mi cuerpo decida, por voluntad propia, que ya está bien con la talla que uso. Y espero que sea pronto, que vuelvo a tener los problemas de que lo que me queda bien de cintura para abajo me queda pequeño por arriba, y lo que me queda bien de pecho me queda enorme de cintura y caderas.... Y una vez atenta a la vida de la redacción me he enterado de que, ¡¡¿cómo no?!!, hemos decidido cambiar la portada esta mañana... ¿Me río o me echo a llorar después de todas las llamadas que he hecho esta semana? Menos mal que afuera está nevando...

jueves, 26 de febrero de 2004

19.41 A veces me gustaría tener un giratiempo y poder dar marcha atrás. Borrar las palabras escritas, eliminar los recuerdos de lo dicho o hecho. Hacer que todo fuera diferente...
12.50 Reflexiones inconexas No me gusta sentirme enfadada con alguien. De verdad que no. Por muchos motivos que tenga para estarlo, al final acabo por pensar que soy una persona horrible. A medida que se alarga en el tiempo, el sentimiento es peor. Quizás por eso nunca he podido estar mucho tiempo enfadada con alguien. O quizás por eso me resulte tan difícil odiar. Sin embargo, esta vez la culpa no es tan fuerte, probablemente porque se han ido juntando pequeños granitos de arena procedentes de distintas playas, que han llegado a formar el desierto que contemplo ahora. El otro día hice pública mi intención de no volver a comentar nada, de no dar opiniones, de mantenerme neutral con mis amigos, pasara lo que pasara. En los últimos tiempos he conseguido que las 4 personas a las que he dado mi opinión se enfadaran conmigo. De forma más o menos duradera, o con más o menos razón. Parece que en los últimos meses no acierto a encontrar las palabras justas, el tono adecuado. No me gusta que se me malinterprete, así que he decidido que, hasta que no encuentre otra vez mi diccionario interno, y mi modulador de tonos, lo mejor que puedo hacer es mantener la boca cerrada. Llevo, además, unos días preocupada. No por mí, sino por alguien a quien aprecio mucho, y que no parece estar pasándolo bien. Quisiera echar una mano, pero tengo la impresión de que aquí tampoco acierto. Sé que esa persona en cuestión agradece mis esfuerzos, pero aún no he podido arrancarle una sonrisa que no estuviera influída por el calmante efecto del alcohol. Me gustaría saber qué debo decir, qué debo hacer. Si ahora se me pareciera un geniecillo de la lampara y me concediera un deseo, sería ese: encontrar la fórmula mágica para lograr que vuelva a sonreír, que los nubarrones se alejen de su vida. Esa persona me dijo no hace mucho que cada una de mis carcajadas eran oro puro. Creo que no sabe lo valiosas que son las suyas. Lo que daríamos los que estamos a su lado para poder recogerlas y embotellarlas. Así, cada vez que nos sintiéramos decaer, sólo tendríamos que destapar el frasco y escucharlas. Entonces, todo parecería mucho mejor. Y si algún día le faltaran, sólo tendría que llamarnos y, en un momento, tendría toda una cosecha que le ayudaría a plantar nuevas alegrías. A veces me asalta la tentación de contar todas aquellas cosas que no sabéis de mi vida. Todas esas pequeñas espinas que hoy me impiden ser la despreocupada persona que me gustaría. Las pasadas y las presentes. Pero la palabra dada, y la vergüenza, acaban por impedir que desate la lengua como a veces creo necesitar. El pasado sábado pasó algo bastante tonto que me afectó demasiado. Pensé que eso no volvería a pasar, y me equivoqué. Pero ya no es el dolor de antes. Es tener la idea de que nunca seré lo suficientemente buena para nadie, de que, por algún motivo, soy inservible. Inútil o incompleta son otras palabras que ayudarían a definir lo que sentí entonces. Sola, en mi casa, intento hacerme a la idea de que eso no es así. De que esa imagen no es cierta. Y de que, si lo es, no importa. De que no necesito demostrar nada a nadie, ni siquiera a mí. De que si realmente soy una inútil, o me falta algo, debería darme igual lo que piensen los demás. O que encontraré a alguien que pueda entender cómo me siento, y que no le dé importancia a ese déficit. Por último, en el otro blog hay nueva entrada.

domingo, 22 de febrero de 2004

19:52 De vuelta Mi cabeza me dice que estoy demasiado agotada para intentar explicar qué ha ocurrido este fin de semana. Pero mis ganas de intentarlo son mayores. ¿Cómo no hacerlo cuando se han vivido unos días como los pasados? Todo empezó, claro, el viernes. A las 20.30 en la puerta del Círculo de Bellas Artes. Allí me esperaban mis numerosos acompañantes para la fiesta de presentación de Harry Potter y la Orden del Fénix. Lo pasé bien, aunque fuera más para niños inocentones que para otra cosa. Y salí de ella con un ejemplar de 893 páginas metido en una bolsa. Y con el audiolibro de la primera entrega ¡¡¡8 cds!!! Luego, rápido, rápido a casa de Shelob para marchar a Logroño. En la maleta: ilusiones y ganas de pasarlo bien. Tras un divertido viaje amenizado por la música de Queen y sus fieles seguidores, llegamos a la ciudad sin tener ni idea de a dónde íbamos. Y por más que alguno lo intentaba no había forma de hablar por teléfono con nadie. Después de muchas vueltas, y del mareo de la rotonda, conseguimos encontrar a los anfitriones. Por puro azar, como siempre ocurren estas cosas. Y de allí, al hostal. Por el camino, explicaciones sobre el número de camas y ocupación de las habitaciones, y sobre la calidad del alojamiento. Pero nos mintieron. Nos dijeron que no era de lujo cuando, en realidad, la nuestra era la Suite Venecia. Lástima que no dispusiera de góndolas... Una vez desecados los pantanos, y unidas las tierras para conseguir meter a 4 donde sólo debían entrar 3, marchamos a saciar la sed que tanta agua nos había provocado. Aunque bebimos de todo menos agua, claro. La variadísima música del local acompañó nuestras ganas de juerga, hasta que debimos emigrar a otro sitio y descubrimos que no sólo en Madrid hay grandes amigos de lo ajeno. De vuelta al hostal, grandes risas a costa de los 100 metros lisos, una jauría de dobermans transformados por arte de magia en un simple perro-patada, la delgadez de las paredes y, ante todo, nuestras joyas de la corona. Por la mañana, charlas, vinos y tapas cuyo yantar era un complicado arte. Una copa de pacharán (gracias Shelob por haberme descubierto esta deliciosa bebida), unos cigarros y una partida de mus (que aún está a medias) nos llevaron a la media tarde en compañía de los dos curas más divertidos de la ciudad. Risas en el camino de vuelta, problemas con el lacre, el terciopelo y el agua de la ducha resumen nuestras vidas hasta las 20.30, más o menos, donde nos convertimos en dos monjes, una araña muy seductora, dos estudiantes de Hogwarts, dos disfrazados de sí mismos y un ente indescriptible que era yo. Tan indescriptible que hasta permitió que le sacaran fotos. Primera cena de gala para algunos, el vino corría por las mesas haciendo que, quien se negaba a ser captada por las cámaras, acabara cantando sin (casi) asomo de vergüenza. Quién lo iba a decir... Y de allí, al bar de la noche anterior, que repitió buen gusto musical (una pena que no tuvieran mi única petición) y donde el alcohol corrió como el agua de manantial (o tan fluído como un arroyo de monta?a para quien lo entienda). Más bailes, mucho calor, canciones que destrozaban gargantas, conversaciones serias, divertidas y absurdas, juegos con hielos y hielos que no jugaban, más fotos inesperadas. Y vuelta al hostal. Otra noche de risas y desvelos para los afortunados. Despertar con las campanas que llaman a misa y preparar todo para la partida. Un desayuno copioso y unas patatas que nunca llegaron llenaron nuestros estómagos. Gran susto mientras hablábamos, y espectacular capacidad de reacción. Realmente espero que ella esté bien. Viaje de vuelta en silencio, y llegada a casa para descubrir que yo también tenía mi Venecia particular en el corredor de mi casa. Ya sólo me queda agradecer a todos que hayan hecho posible este fin de semana, que ha superado con creces mis expectativas más optimistas. Gracias por las risas, los cantos, las charlas, el recibimiento y, sobre todo, la buena compañía. Gracias por los buenos momentos. Y por vuestra comprensión en los malos. Por mirar para otro lado cuando os lo pedí, por buscarme unas servilletas cuando las necesitaba, por ofrecerme consuelo, un abrazo, una sonrisa cómplice, una ayuda profesional. Gracias porque aunque no entendierais qué pasaba exactamente, supisteis entender que no era una tontería, ni debía tomarse a la ligera. Gracias por preocuparos por mí, por estar a mi lado. Y a ti, arañita, mil millones de gracias por todo. Por estar ahí, por reír conmigo. Por compartir la amargura e intentar hacerla más llevadera. Por desmentir tópicos e intentar que viera otras opciones. Por arrastrarme una ma?ana al Maes. Por ser una amiga.

lunes, 16 de febrero de 2004

14.15 De las exigencias Definitivamente la pasada fue una semana extraña. Y sólo en ciertos momentos, agradable. Perdí amigos, metí la pata con otros, descubrí desagradables realidades, asusté a mis conciudadanos mientras lloraba por la calle y, sobre todo, me comí la cabeza hasta que estuvo a punto de estallar. Triste que siga haciendo estas cosas cuando sé que no me benefician. Pero, al menos, hice una serie de descubrimientos que, a la larga, seguro que son para mejor. Toda mi vida he tenido un elevado nivel de autoexigencia (sorprendidos, ¿verdad?). Y toda la vida he pensado que, además, tenía toda la culpa de tenerlo. De forma que siempre me hacía sentir mal, por tenerlo y porque nunca llegaba a esas metas impuestas. Y sí, claro que tengo la culpa. Pero no toda. Este fin de semana, a raíz de un suceso bastante desagradable, le dije a una amiga que lo que más me dolía era que, si yo fallaba, no tenía derecho al beneficio de la duda, a una segunda oportunidad. Parecía que, si cometía un error sería juzgada con la mayor de las durezas. Nadie se preguntaba si quizás lo había hecho sin querer, nadie se planteaba que, quizás, me hubiera equivocado. No. Yo no tengo derecho a equivocarme. Y según ese principio, todo lo hago con una intención: buena si acierto, y la peor si no hago lo que “se espera de mí”. POngamos un ejemplo: alguien acude con su pareja/su madre/un amigo a un concurso televisivo de preguntas y respuestas. Si acierta, se debe a su inteligencia y conocimientos. Si falla, lo hace por molestar, porque no quiere que su acompañante se lleve un duro. Bien. Si encima ese concursante tiene, de por sí, un nivel alto de autoexigencia, la actitud de los demás sólo conseguirá que ese nivel se eleve hasta alcanzar cotas imposibles. Bueno, eso si, como a mí, le suele importar lo que opinen los amigos, parientes, y demás gente cercana (como jefes, profesores y demás). Se trata de dos cuestiones: no decepcionar, y que no piensen lo peor de uno. Pensé que había superado esta situación. Que ya se habían borrado los muros, eliminado las barreras y, sobre todo, suprimido los baremos de los demás. pero no es así. Este fin de semana he cometido un error y , una vez más, he sido juzgada con la mayor de las durezas. Acusada en falso de mantener actitudes y opiniones distintas a las reales. La persona que lanzó esas acusaciones no se molestó en preguntarme primero la intención de mi “error”. No tuve derecho a abogado. Aunque sí a una apelación, todo hay que decirlo. La situación del fin de semana se solucionó felizmente, creo. Se habló, se discutió y se entendieron las posturas. No queda en mí un ápice de malestar por ello. Sólo la vuelta de una sensación que creí olvidada, el pensar que se estaba cometiendo una injusticia conmigo, el recordar que, durante casi toda mi vida, siempre se me ha estado exigiendo la perfección. Un notable era un sacrilegio, en casa y en el colegio/instituto/universidad. Un momento de debilidad en una dieta era un fracaso total de ésta. Un guisante en el suelo, el símbolo de mi torpeza (aunque yo no hubiera comido guisantes). un mal consejo, o una comprensión no absoluta de la situación, la muestra palpable de que no era una buena amiga. Hace no mucho otro amigo se quejó de ciertos comportamientos míos. Me pidió un cambio radical. Le hice caso, intenté evitar todo aquello que me había reprochado, hacer justo lo contrario, lo que él me había pedido. Al hacerlo, lo único que conseguí fue su enfado, alegando que, una vez más, estaba cometiendo los errores de siempre. Hablé con él, le hice ver que mi actitud había sido la contraria, y que a él le había dado igual, porque estaba dispuesto a pensar lo peor de mí, de mis acciones, de mis palabras. Si alguien ha estado alguna vez en esta situación, sabe lo agotadora que puede llegar a ser. Yo estoy muy cansada. No soy la hija perfecta, ni la estudiante perfecta. No soy la periodista, ni la novia, ni la amiga perfecta. Y no lo seré nunca. Así que más vale que todos, yo la primera, nos vayamos mentalizando de ello.

viernes, 13 de febrero de 2004

18.05 Hoy toca... cabreo semanal Pues sí, hoy toca. Y tengo la sangre no hirviendo, no, es que casi se ha evaporado ya... El día había empezado bien, más o menos como cualquiera de esta semana, sólo que sin el recuerdo de alguna pesadilla nocturna. La mañana ha sido divertida y fructífera en el trabajo. La comida, agradable, dentro de lo que cabe. Y ha sido llegar al trabajo y ¡¡sorpresa!! Los elementos se habían aliado para joderme el día, y el fin de semana. Lo primero de todo ha sido descubrir, o constatar más bien, que a todos nos gusta la sinceridad. Salvo cuando nos la aplican a nosotros. Bien, hasta ahí puedo entenderlo. Lo que no entiendo son las salidas de tono, las acusaciones, veladas o no. Las palabras dichas para hacer daño, sólo porque no nos ha gustado lo que hemos oído o, en este caso, leído. Sólo decir que, esta vez, más que hacer daño, lo único que han conseguido ha sido cabrearme mucho. Tanto que lo ocurrido el resto de la tarde se ha visto claramente influído por ese cabreo... Lo que más jode de todo este asunto es no poder hablarlo con nadie. Lo segundo ha sido peor, y con más consecuencias. Tantas, que he acabado perdiendo los estribos en el despacho del subdirector, y gritándole. Creo que en mi sección opinan que soy una loca temeraria y peligrosa. Todo porque había que cambiar el titular de mi historia. Hasta ahí, una práctica normal en esta redacción. Lo que no ha sido normal es que me acusaran de haber vendido una historia inexistente cuando en realidad he escrito "al dictado". Ellos propusieron el titular, y yo tuve que apañármelas. Ahora resulta que debí haber protestado (ja ja ja), y que si me encargaron esa historia es porque creían que yo sabía algo que, obviamente, no sé. He explicado que ya dije que era sólo una teoría, que era mi teoría, tan válida como cualquier otra. Y, sobre todo, que ya dije que no entendía de dónde se habían sacado que mis opiniones eran dogmas, o tenían un valor científico inusitado. Que desde cuándo la opinión de un periodista era noticia. Después de una agria discusión he salido echando chispas del despacho. Dispuesta a cambiar el titular. Pero la propuesta de mi jefa era inaceptable. Así que he dicho que si titulaban así yo no firmaba la historia. Y no lo han puesto. Ha sido más o menos aquí cuando mis compañeros se han enterado de lo de los gritos, y me han mirado con una mezcla de admiración y temor (lo único bueno, por ahora). A todo el mundo le gustaba el anterior titular (menos a mí). Y no entendían por qué había que cambiarlo. Pero hemos buscado otro, y parece que lo han encontrado. Eso sí, cualquier parecido con el texto es pura coincidencia. Al hacérselo notar al jefe de redacción su respuesta ha sido "es que la noticia es esto. Me parece bien que especules con tus teorías, pero la noticia, de lo que hay que hablar, es ésto". genial, simplemente genial. Sobre todo porque "esto" es el tema que yo llevo defendiendo dos semanas. Así que no he podido evitarlo y con mi gran cabreo le he preguntado que entonces, si estaban de acuerdo conmigo, ¿por qué había tenido que hacer un reportaje sobre algo que no era noticia, y en lo que yo no creía?. Aún espero respuesta, y sospecho que moriré antes de que me la den. Y vuelta al despacho del subdirector a pelearnos por el nuevo titular, en el que tampoco creo. esta vez para que le dijera si yo creía que los niños lectores se pararían en él. De la mejor forma posible he tratado de explicarle que los niños no leen esta revista. Y que el titular lo entenderán, pero que su relación con el texto no. Y me he largado. Vamos, que llevo una tarde genial. Espero que la noche sea algo mejor, porque es el único día de todo el fin de semana que tengo planes.

jueves, 12 de febrero de 2004

16.50 Pesadillas, amistad y otros Llevo varios días teniendo pesadillas. Me despierto en mitad de la noche y, sentada en el futón, me fumo un cigarro para calmarme, esperando que así pueda apartar de mí los malos sueños. Hacía mucho que no me pasaba, sobre todo que no me pasaba tantos días seguidos. Ahora, al acostarme tengo miedo de lo que voy a soñar. Y de cómo me voy a despertar. De todas sólo recuerdo dos de ellas. Una, afortunadamente, no se ha cumplido. La otra, en cierta forma sí. Justo el mismo día en que la soñé. A eso se le llama rapidez. Dolió soñarlo, y dolió aún más que se cumpliera. Aunque no tanto como había imaginado. Supongo que he tenido tiempo para ir haciéndome a la idea. Sentí, como en La Reina de las Nievas, que un pedacito de hielo se metía en mi corazón. Y allí sigue, porque no soy capaz de derramar las lágrimas que lo derretirían. Poco después, otro pedazo de escarcha vino a hacerle compañía. Este más pequeño, porque su procedencia no me es desconocida. Así que ya son dos. Aunque quizás haya otros, más antiguos, que ya ni recuerde. Earendil habla hoy de la amistad. Bueno, habla de un aspecto de ella, y es curioso, porque yo llevo un par de semanas pensando en ella. En qué es, cómo se siente, cómo se mide, cómo la vivimos cada uno, qué esperamos de ella y cómo nos afecta que existan distintas formas de entenderla. Y da igual el tiempo que estuviera pensando en ella, ahora sé que nunca llegaría a una conclusión. Que, por mucho que pensara, no existe la fórmula mágica que hace que la amistad nunca nos duela. Y que tampoco hay métodos para conseguirla, porque la amistad te la dan otros, casi no depende de ti. A lo largo de mi vida he tenido momentos en los que he sufrido mucho. Mucho, y por muchas causas. Y el dolor de perder una amistad ha sido siempre de los más grandes. Pero, a pesar de que duele incluso recordarlo, suelo sentirme afortunada por haberlas tenido, aunque sólo fuera un instante. Hoy odio mi trabajo. No es que no me guste, no. Hoy lo he odiado. Porque han conseguido que haga aquello que me prometí no hacer. Hay un dicho en periodismo que dice que "no debes dejar que una mala historia te estropee un buen titular". Hoy, esta semana, he roto la promesa de no seguirlo nunca. Y no estoy, en absoluto, orgullosa de ello.

lunes, 2 de febrero de 2004

2 de febrero... Hace 82 años, de madrugada, una joven esperaba impaciente la llegada de un tren. La ciudad era París, el origen del tren, Dijon, y la mujer respondía al nombre de Sylvia Beach. Americana de nacimiento, Beach se había establecido en la capital francesa, y dedicaba su vida a la literatura. Autora de un solo libro, intentaba sacar adelante su negocio: un librería llamada Shakespeare&Co. Situada en el 12 rue de l'Odeon, entre sus estanterías encontraban su hogar no sólo apasionantes lecturas, sino también apasionantes escritores. Las tertulias eran normales allí, así como buscar ayuda (económica y editorial) para autores que no veían nacer a sus criaturas. Meses después de finalizar una de esas búsquedas, Sylvia esperaba en la estación dispuesta a recoger el fruto de sus esfuerzos. El tren llegó, y con él el paquete que la mujer esperaba. Resuelta, se encaminó hacia la ciudad, dispuesta a terminar, o empezar, su trabajo. Antes de llegar a la librería, hizo un alto en el camino. Emocionada, con el paquete marrón entre sus brazos, llamó a una puerta. Un hombre malhumorado, posiblemente aún borracho de la noche anterior, apareció en el vano. Sin decir nada Sylvia le alargó algo, un libro, un ejemplar de la primera edición de su obra. Él, sin decir nada, cerró la puerta de un portazo. Sin inmutarse, ya se conocían bien, Sylvia Beach caminó hacia la rue de l'Odeon. Abrió la puerta de su hoga. Con cuidado recolocó el escaparate, buscando el mejor sitio, la ubicación perfecta. Entonces sacó otro libro del paquete, y lo colocó de cara a los viandantes, para que todo el mundo pudiera verlo. Hoy, hace 82 años, llegaban a París los primeros ejemplares de la primera edición del Ulysses. Hoy, James Joyce habría cumplido 122 años.