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miércoles, 30 de marzo de 2005

Os presento a...

... ¡¡¡Mi nuevo ordenador del trabajo!!! La leche ¿verdad? Pantalla de 20 pulgadas, procesador G5 a 1,8 GHz, grabadora de DVD y CD, 160 Gigas de disco duro, el sistema operativo más avanzado del mundo y procesador gráfico GeForce FX 5200 Ultra de NVIDIA con 64 MB de SDRAM DDR (que no sé lo que es pero los de Apple dicen que con el Mac OS X versión 10.3 Panther es capaz de "ofrecer un rendimiento gráfico en 2D y 3D sin igual, y una vivencia de inmersión en mundos de realismo fotográfico al triple de velocidad de fotogramas que la anterior generación de procesadores". Para más información visitad la página de Apple En fin, que estoy encantada con él. Es más bonito.... Y me lo dan mañana. Una pena que no haya sido hoy, ya que esta 8de nuevo) improductiva tarde laboral podría haberla destinado al visionado de Los Increíbles y el corto Jack-Jack Ataca. Pero no importa, mañana tendré esa megapantalla y megaordenador sobre mi mesa y, en mis horas libres, podré ponerme al día con vuestras películas de DVD.

martes, 29 de marzo de 2005

Improductividad

De nuevo, un día totalmente estéril en el trabajo. Llevo toda la mañana tocándome las narices. No solo yo, mis dos compañeros de sección andan igual... Eso sí, la inactividad me deja más margen para estudiar a mis compañeros de redacción. Y los resultados no son buenos. Hoy me he fijado especialmente en dos: J y M. M es mi antigua jefa, una persona que va mucho a su bola y cuyos intereses van por unos derroteros bastante superficiales. No es una persona fácil, al menos hasta que no la conoces bien (algo que sucede cuando llevas un par de meses trabajando con ella, en su sección). El ir a su bola es algo que generalmente me da lo mismo, salvo cuando choca frontalmente con mis intereses. Por ejemplo hoy. Mi sitio en la redacción no es de los más privilegiados, de hecho es un asco. De frente a toda la redacción, tengo unos grandiosos ventanales justo a la espalda que generan una increíble cantidad de reflejos que, junto a la mierda de pantalla que tengo, hacen que mi vista se canse muchísimo si miro muchas horas al ordenador. Por eso solemos tener las persianas bajadas. Pues bien, cada día, al volver de la comida, ella llega, sube las persianas y abre las ventanas, para ventilar. Normalmente pide permiso, hoy no. Y hoy, además de los reflejos, hace un viento lo suficientemente fuerte como para que con el jersey puesto, tuviera frío. Así que como ella no ha pedido permiso, me he levantado y he cerrado la ventana. Se ha quejado, mucho, y yo he intentado explicarle porque sus deseos me provocan serias molestias. Le ha dado igual, así que ha aprovechado que he ido al baño para volver a abrir la ventana. Y mientras me debatía sobre el modo de actuar, mi compañera de mesa, ha decidido por mí. Se ha levantado y ha cerrado la ventana. M no ha protestado esta vez. J es una persona que generalmente me cae bien. Tenemos nuestros roces, pero suelen ser a eso de las mil de la noche los viernes, así que el resto de la semana no hay problema. Pero hoy he escuchado dos conversaciones suyas en las que ha bajado muchos enteros en mi estima. La primera de ellas ha sido la bronca que le ha caído a una compañera por pedir cita para el médico el jueves a las 12 de la mañana. Vale que no es el mejor día para no estar en la redacción, ni la mejor hora, pero es que la chica tiene bronquitis. Y no es solo eso, es que además no ha tenido en cuenta que a)la chica en cuestión ha venido hoy a trabajar, a pesar de que casi no puede respirar; y b)ha pedido permiso para coger esa cita con el médico (la otra opción era la semana que viene). La otra conversación ha sido con esa misma chica, y con una nueva que está haciendo una sustitución. A (la de la bronquitis) ha comentado que su chico le ha pedido que se casen, y que ella no estaba muy segura (acaba de irse a vivir sola y quiere disfrutarlo y, además, para ella el matrimonio no es algo importante). La otra chica, la de la sustitución, ha comentado que se casó hace dos años (siendo muy joven) y que está feliz y contenta porque le ha unido más a su pareja. Y J ha dicho que el matrimonio es una gilipollez y que la gente debería casarse solo por dos razones: a) Para hacer negocio con los regalos. b) Para que la pareja deje de dar la plasta con el tema y puedas hacer tu vida. Bien, es su opción. Pero conozco unas cuantas razones más, y mejores, para casarse con alguien. Realmente, su opinión me parece bastante lamentable. Y hablando de bodas, en breve tengo 3, y no tengo vestidos. Entre mi madre y yo hemos peinado las tiendas habituales (para nosotras) sin encontrar nada de nada. ¿Tan difícil es de encontrar un traje que no sea naranja y no tenga lazos, flores, lentejuelas o tiras de gasa? Por otro lado, me voy a coger unos días de vacaciones. La idea de salir a las mil de la noche editando a impresentables el día de mi cumpleaños no es algo que me seduzca.

miércoles, 16 de marzo de 2005

Estoy mala

Cuando era pequeña, o adolescente, me gustaba ponerme mala. Estaba la parte buena de que ese día, o días, te librabas de ir al colegio. Es verdad que a veces lo pasabas realmente mal (recuerdo con horror las dos bronquitis), pero el estar vagueando en casa, y que te colmaran de atenciones (y vieras hasta odiarla "El Imperio contraataca") solían compensarlo. En la Universidad las cosas cambiaron: me molestaba perderme clases interesantes. Y cuando mi vida laboral despegó, cambiaron mucho más. Cuando trabajaba en la tele procuraba no ponerme mala nunca, y si alguna vez caía, no dejaba de ir a trabajar. De hecho sólo recuerdo dos ocasiones en las que mis jefas me mandaron a casa: en la primera tenía una contractura cervical que me impedía girar el cuello. En la segunda, casi me caigo redonda en la redacción (y se suponía que debía ir a una Feria de Antigüedades en el IFEMA). Después, en la revista, era el miedo el que me impedía faltar. Debido a mi precariedad laboral, perder un día podía suponer una merma del 25% de mi sueldo mensual, o incluso más, si el mes era realmente malo. Ahora, con una cierta estabilidad, tampoco me gusta faltar. Por ejemplo, mañana. Soy consciente de que tengo un trancazo de aúpa, y de que es muy posible que, en estos momentos, tenga fiebre. Pero no quiero quedarme en casa. ¿Por qué? Pues porque Ulises es un cielo, pero, si no estoy muy muy mal, no me gusta nada la idea de estar en casa sola todo el día. La casa es demasiado grande, y fría, y vacía cuando estoy sola y no tengo a nadie que me cuide.

viernes, 11 de marzo de 2005

Hace un año

Y yo sigo sin encontrar las palabras...

martes, 8 de marzo de 2005

Retazos (aka Teletipos)

– Creación. Después de un tiempo sin aparecer por aquí, hoy publico tres entradas. Ahí es nada. – Despertar. Hoy he tenido uno de los peores despertares que recuerdo en mucho tiempo. Cada mañana es la radio la que primero intenta que mi cerebro reaccione y salga del sopor en el que está instalado. Esta mañana lo ha conseguido a la primera, y es que la noticia de la muerte de 5 guardias civiles me ha afectado. En las noticias han tardado cerca de una hora en dar los nombres de los fallecidos, y las personas a las que podía preguntar sobre M. estaban dormidas. Ha sido una hora de angustia e impotencia que, finalmente, ha pasado cuando he podido constatar que M. no estaba en el grupo. – Deformación profesional. Ayer me compré unos cuantos libros, entre ellos, una recopilación de artículos de un periodista y escritor gallego que me gusta especialmente. Mientras esperaba a Athair sentada en un banco en plena calle, decidí comenzar su lectura. Me salté el prólogo, la introducción y par de textos más y fui directamente al primer artículo. Me estaba gustando, pero lo abandoné poco después. ¿Por qué? Había dos graves errores de edición en la primera página. Siempre me han molestado estas cosas, pero desde hace unos meses me molestan mucho más. Hasta el punto de enfadarme de veras. Esta mañana, en el trabajo, he hecho una fotocopia de la página, he marcado en rojo los errores y la he introducido en un sobre junto a una carta en la que me quejo del poco cuidado que pone la editorial en sus publicaciones. He dudado sobre la conveniencia de adjuntar un CV, pero al final me he conformado con una mención al hecho de que soy editora y a la importancia que esta labor tiene de cara al público. En un par de días recibirán mi queja en la editorial. – Frustración. De nuevo esta sensación se adueña de mí. Odio ver mal a los que me rodean y no poder hacer nada. – Inquietudes y explicaciones. Hace unas semanas, a raíz de una anécdota que conté en una partida de Mundo de Tinieblas, Rapunzell hizo un comentario que fue secundado por los que compartían mesa conmigo. No recuerdo las palabras exactas, pero lo que venía a decir era que no se explicaba por qué no estaba dedicada hace un tiempo a un proyecto literario. Comentario que no mucho tiempo atrás también me había hecho Athair. Mentiría si dijera que nunca he fantaseado con convertirme en escritora. Pero mentiría también si dijera que me siento capaz de afrontar semejante reto. He leído mucho en mi vida. Muchas cosas muy buenas, y otras muchas muy muy malas. Escritos que me han hecho desear encontrarme al autor y pedirle por favor que se dedicara a cualquier otra cosa. Reconozco que no soy mala escribiendo noticias, reportajes, crónicas... Pero tengo serias dudas sobre mis capacidades como literata. Éso, unido a mi convicción (al menos en este tema) de que si vas a hacer algo mejor que lo hagas bien (porque si lo que escribes es malo es una pérdida de tiempo tuyo y de los demás), hacen que cada vez que me siento ante el ordenador creyendo que tengo una buena idea, acabe abandonándolo cuando me doy cuenta de que, realmente, lo que estoy escribiendo no vale más que el papel y la tinta gastados. Sí, admito que es un círculo vicioso. Si no practicas, no mejoras. Y como sé que no es bueno, abandono y no practico. Algún día es posible que encuentre una inspiración, una idea, o un tono, que me hagan querer continuar e ir mejorando poco a poco. Quizás entonces pueda creerme que estoy escribiendo algo. – Frustración II. Quiero hacer algo y no puedo. Quiero cambiar cosas y encuentro un muro en mi camino. Me duele el cuerpo de pegarme contra las paredes, de chocarme con los obstáculos. Quisiera hacerte sonreír. Quisiera...

Quejas, cansancio, repeticiones (Ladrillo de verdad, y no como los de Pucela)

Mi querida Rapunzell ha escrito dos post muy interesantes (cosa normal en ella, por otro lado) que me han hecho pensar mucho (esto tampoco es raro) y que me han animado a escribir este post (ésto sí es más raro). Sé que va a quedar largo (intuición, le llaman) y posiblemente no tenga mucho que ver con lo que ella ha querido decir, pero aquí queda. Rapunzell habla de algo muy importante, el derecho a la queja. Y sus consecuencias. Y yo, que soy tan ególatra como cualquiera, también he decidido aplicar lo que cuenta a mi persona. De la actitud de Rapunzell. Lo primero que quiero dejar claro es que de todas las personas que conozco ella es a la que menos quejas he escuchado. Porque Rapunzell no se queja. No. Ella cuenta lo que ocurre, lo que le ocurre. Y lo hace con una mezcla de desapasionamiento y entereza que admiro. ésto no quiere decir que no le afecte, en absoluto. Lo que quiere decir es que sabe que está ahí, que le afecta de determinada manera y que tienen unos caminos para evitar que eso sea así. Cuando Rapunzell abre la boca para contarte una de sus quejas lo hace tras varias horas de trabajo e introspección. Ella ya conoce el mapa del problema. Es decir, cuando ella dice “estoy cansada”. Significa exactamente eso, que está cansada. Nada más, y nada menos. No significa “estoy agotada y no me puedo levantar del sofá porque me duele la uña del dedo gordo del pie derecho porque además la vida es una puta mierda y el destino un cabronazo que me ha mandado un golpe con el pico de la mesa mientras me carga con más cosas de las que puedo soportar”. Y este ejemplo es aplicable a todo. Pero es que además hablar con ella es un gustazo. De sus quejas y de las tuyas, porque te va a escuchar y luego va a ayudarte a buscar soluciones. Incluso cuando está hablando de ella, porque ver a una persona que dice “estoy cansada porque duermo 4 horas diarias y las otras 20 las dedico a conseguir aquello que me he propuesto, por lo que aunque estoy cansada estoy feliz por seguir adelante y cumplir mi palabra” ayuda mucho cuando la que estás cansada eres tú. Dicho ésto, pasemos al siguiente punto. De las consecuencias de las quejas. Rapunzell cuenta en su blog una anécdota universitaria. Y hace una doble lectura/aprendizaje de ella. Yo hago una tercera. Existen dos tipos de personas en esto de las quejas. Las que lo hacen continuamente, y las que no. A las primeras llega un momento que dejas de escucharlas, porque siempre dicen lo mismo. En cualquier conversación con ellos puedes limitarte a asentir con la cabeza y murmurar intermitentemente un “pobre”, “ya veo” o un “Pufff”. El éxito está asegurado. ¿Por qué nadie habla mal de esas personas? esta pregunta, bastante razonable dado que jamás habremos oído a nadie decir que Fulanita o Menganito es un pesado, parte de una premisa falsa. La gente sí sabe que son pesados, la cuestión es que nos han acostumbrado tanto, que la queja forma parte de ellos, nos preocupamos si no ven siempre el vaso medio vacío y, lo más importante, hemos dejado de prestarles atención, de escucharles, de tener en consideración sus problemas. El segundo tipo de personas es más sospechosa. Nunca les hemos visto hacer otra cosa que no sea apretar los dientes y continuar, así que cuando se derrumban la gente suele pensar que, en realidad, no es para tanto. ¿Por qué? Pues porque si han aguantado hasta aquí es casi seguro que pueden seguir aguantando. De hecho, si se quejan ahora es porque Menganita/Fulanito lo está pasando mal y su queja sólo quiere recuperar sobre ellos la atención perdida. ¡Ah!, ¿que nunca han sido el centro de atención? Bueno, pues igual es que tienen celos de quien sí lo es y actúan por egolatría. Dentro de este grupo hay un agravante: los que no se quejan, sino que constatan un hecho pero no parecen apesadumbrados por ello. Esos son los peores, porque mienten descaradamente. Que parece que era el caso de Rapunzell. A ésos se les puede llamar exagerados, débiles y cascarrabias. Si llegabas a un examen y alguien te preguntaba “¿cómo estás?” y contestabas “cansada porque he dormido 3 horas. Me quedé despierta repasando”, pero lo hacías con la sonrisa que da el saber que lo llevas bien preparado, la gente pensaba que habías dormido como un tronco, que habías tenido mucha suerte (cuando finalmente aprobabas) y que sólo querías fingir que tenías sus mismos problemas para aprenderte las interminables listas de, en mi caso, los nombres científicos de casi todas las especies animales conocidas por el hombre. De respuestas absurdas. –”Yo, en tu lugar, intentaría no comportarme como si estuviera cansada y me divertiría un poco”. –”Anima esa cara que no puede ser para tanto”. –”Deja de quejarte porque estás cansada y sal de juerga este viernes” (a pesar de que tienes que, por ejemplo, pasar la mañana del sábado en la Facultad cuidando dos perras enfermas, asistir a un seminario sobre cetáceos y preparar dos prácticas para el lunes, un examen para el martes y un trabajo de Estadística para el miércoles). Caso real, lo juro. Existe un extenso catálogo de respuestas y consejos que no solo rayan el absurdo, es que además en ocasiones son insultantes. Le gente cree que cuando haces algo bien es porque el espíritu santo te ha iluminado, no porque hayas dedicado buena parte de tu tiempo y tus energías a prepararte para ello. Así pues, no existen sacrificios. Y si no existen sacrificios, las quejas son idiotas. Ergo... Hetoo hablaba no hace mucho de la mediocridad, y de cómo la gente suele aspirar a ella. No puedo estar más de acuerdo con ella. Pero ¿qué ocurre cuando tú no eres como los demás? ¿Qué ocurre cuando quieres hacer algo realmente bien? Pues que tienes que trabajar en ello. Y la gente no entiende que, igual, prefieras no salir el fin de semana y dediques ese tiempo a ese objetivo. Menos aún si ese objetivo no da dinero o beneficios rápidos de cualquier tipo. Así pues, si estás cansado lo mejor que puedes hacer es descansar y olvidar tus propósitos respecto a conseguir acabar un trabajo/ sacar buenas notas/ aprobar la carrera/ ser buen jugador de tenis... ¡Ah! ¿Que quieres conseguirlo realmente? ¿Para qué, si eso no lleva a ningún sitio y da igual si tienes un 5 o un 10? Vale, ¿que quieres sacar un 10? Entonces no te quejes, porque estás haciendo eso porque te da la gana y, automáticamente, ese deseo elimina la opción de que dormir 4 horas te canse igual que a los demás. Conclusión. Hay muchas más cosas que quisiera decir y explicar (pero que no haré porque ésto se está alargando demasiado), como el recriminable hecho de que no me importe en exceso escuchar las quejas de los demás. Porque es la pura verdad. Eso sí, existen grados. En unos casos es hábito adquirido en mi adolescencia, en la que me acostumbré a escuchar interminables ristras de quejas y a servir de hombro, porque siempre era mejor considerado que abrir la boca para hablar yo también. es lo que tiene haber sido la rara del grupo. Ese entrenamiento me ha servido de mucho, y si alguien quiere desahogarse sabe dónde estoy. A mí no me causa ningún problema, y si consigo que esa persona se sienta mejor después de hablar, mejor que mejor. Pero si eres mi amigo es que además me interesa realmente lo que te ocurra, por qué ocurre y cómo te sientes. Te escucharé igualmente, pero además intentaré buscar soluciones contigo o, si veo que la queja es repetitiva y cíclica, te diré (después de que hayas soltado el último sapo): “Muy bien, bonita, pero ésto ya me lo sabía. El tiempo de quejarse sentada en el sofá ha pasado, pongamos manos a la obra”. Y sí, considero que todo el mundo tiene derecho a la queja de sofá durante un tiempo, que varía en función de la gravedad de la queja. Quedan cosas en el tintero. Quizás otro día.

Conversación con Imperator

Ayer comí con mi emperador preferido, y fue una comida interesante. Entre otras cosas hablamos sobre su postura de no ver telediarios, no leer periódicos y, en general, no hacer ningún caso a los medios de comunicación. Si bien me parece una postura muy sana, debo reconocer que yo no podría hacerlo. Criada en una casa donde la información era tema de conversación habitual en las comidas (y sigue siéndolo), estar al tanto de las noticias marcaba la diferencia entre poder participar en las conversaciones. Y no solo con mis padres, también con las visitas. No sé por qué, pero en general yo siempre he sido una niña muy buena. De bebé, mis padres salían de cañas conmigo en el cochecito, porque nunca lloraba. Si tenía sueño simplemente me dormía. Y si me aburría era capaz de entretenerme sola. Así que les acostumbré bien (o mal) y cuando tenían cenas en casa de amigos, me llevaban con ellos. Comía todo lo que me ponían en el plato, nunca me ponía ñoña y, cuando aprendí a leer, si me aburría mucho pedía permiso para levantarme de la mesa y leer alguno de los libros que estuvieran en las casas. Así, por ejemplo, descubrí a Emile Zola a la tierna edad de 8 años. Poco a poco empecé a participar en las conversaciones de los mayores. Planteando dudas, dando mi propio punto de vista (muy ingenuo) y escuchando con atención. Debido a las profesiones de mis padres, las conversaciones solían versar sobre dos temas: Arte y actualidad. Para documentarme sobre el primero, mi madre me llevaba a todos los museos de Madrid, a los de aquellas ciudades que visitábamos y, por supuesto, a cualquier exposición que se inaugurara. Para el segundo tema, leía los periódicos, acompañaba a mi padre a su trabajo en los días de fiesta escolar (o cuando estaba pachucha), veía los telediarios y jamás me perdía un Informe Semanal. Hoy, obviamente, algunas de esas costumbres perduran, aunque otras las he ido perdiendo (ahora grabo los reportajes de IS que me interesan si sé que no voy a poder verlos). No soy más feliz por ello, pero tampoco más desgraciada, y la edad, la práctica, y mis estudios me hacen ser capaz de valorar las noticias desde distintos puntos de vista. Además, sigo compartiendo algunas de esas cenas o aperitivos con amigos de mis padres, y me gusta poder participar en las conversaciones y sentir que se me escucha, que los que están allí creen realmente que yo tengo algo que decir. Aunque no estén de acuerdo. Por supuesto, esta rutina se ha convertido en parte de mi trabajo, en un hábito que me ha hecho más fácil aprobar la carrera, encontrar un trabajo y, en ocasiones, ser una persona a tener en cuenta en éste.