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miércoles, 8 de junio de 2005

Piero, Petete y...

Leyendo el post de Earendil sobre los globos he recordado muchas cosas de cuando era pequeña. A diferencia de él, yo no sabía hinchar globos, pero sí atarlos. La historia de Piero, Petete y... es algo que le conté a Athair hace un tiempo y me animó a contarla aquí. Así que, ahí va... Fue el año en que se casó Lady Di, 1981 (no recordaba el año, que conste). Yo estaba pasando el verano, o parte de él, en El Escorial, en la casa de los abuelos de mis primos C y J.M. Nos bañábamos, jugábamos, veíamos la tele y poco más. Y un día su abuelo, que me trataba como a la nieta que nunca tuvo, nos trajo un regalo. Eran tres bolas amarillas como de peluche. Suaves al tacto y muy calentitas. Se movían de forma muy graciosa y siempre agradecían caricias. Eran unos pollitos preciosos. En seguida les pusimos nombre: Piero, Petete y... (no lo recuerdo, aunque también empezaba por P). Tras los primeros días adaptándose a su nueva casa (la anterior había sido una carnicería), los pequeñuelos empezaron a desarrollar su propia personalidad. Piero iba a su aire. Petete siempre estaba pegado a las piernas del primero que pasara por su lado. El otro, al que llamaremos simplemente P, era el más fuerte de los tres, el que mandaba en el grupo y les arreaba picotazos cuando Piero y Petete osaban quitarle algo de comida. Pero pronto Piero dejó de ser un pollo tranquilo. No se sabe si por un trauma infantil, o porque un día viera una bandada de pájaros, el caso es que empezó a desear volar cual Superman. Continuamente estábamos bajando a toda prisa las escaleras de la casa o la terraza para rescatarle de sus accidentados experimentos. Simplemente buscaba un sitio alto y se lanzaba, agitando de forma desesperada esas alas atrofiadas. Era tenaz. Y la tragedia se mascaba en el ambiente. Quizás porque teníamos 4, 6 u 8 años. O porque de todos modos hubiera acabado igual, el caso es que un día Piero saltó desde la terraza sin que nos diéramos cuenta. La altura no era excesiva. 3 metros a lo sumo, pero el pobre cayó a plomo. Y como esa vez no tenía a nadie que le recogiera abajo, no sobrevivió. Y yo me quedé sin pollo. Tras el correspondiente entierro en el jardín, nos volcamos en los dos supervivientes. Cada uno seguía con sus manías, sólo que las de Petete se agudizaron al no tener un hermanito al que pegarse. Y un mal día decidió seguir a la abuela de mis primos hasta la cocina. Se estaba haciendo la comida, así que ella entró tan tranquila y cerró la puerta. Un extraño crujido le advirtió que algo iba mal. Petete no había sido lo suficientemente rápido y sólo había conseguido meter la cabeza en la cocina cuando la puerta se cerró. Resultado: sólo quedaba un pollo, P. En vista de nuestros infructuosos intentos por mantener a 2 de los 3 pollos vivos, decidimos que lo mejor que podíamos hacer era dejar a P a su aire. Y eso hicimos. Y P creció fuerte y sano sin nuestra ayuda. Y se convirtió en un señor pollo que se paseaba orgulloso por la casa. Un día P desapareció. Nos dijeron que se había escapado. Y nosotros, acostumbrados ya a la pérdida de pollos, lo creímos. Lo que no consigo recordar es si en las siguientes 24 horas, en esa casa se comió pollo...