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jueves, 9 de marzo de 2006

Sensaciones

Cada año, a mediados de febrero, los poco originales medios de comunicación sacan una lista que, sin embargo, pretende ser original e inesperada: la de los mejores besos en la historia del cine. Y en esa lista siempre se repiten los mismos (Casablanca, Lo que el viento se llevo, Desayuno con diamantes, De aquí a la eternidad...), a los que se unen las novedades anuales (que no suelen repetirse en la siguiente lista). Otro de los que se suele repetir implica un plato de pasta, una mantel a cuadros, música de violín y una mesa improvisada en un callejón oscuro:




La dama y el vagabundo es una de las película de Disney que más me han gustado siempre (y eso que sólo puedo nombrar un par de ellas que no me hayan emocionado, la verdad). Sin embargo, y mientras todo el mundo parece de acuerdo en que el momento más tierno o más importante de la relación entre los protagonistas es el beso reproducido arriba, la verdad es que hay una escena que a mí siempre me ha parecido mucho más importante, una escena en la que el espectador puede descubrir realmente qué es lo que siente Golfo:




Al fin y al cabo no todos los perros callejeros estarían dispuestos, no ya a compartir, sino a regalar un delicioso bocado como el que supone esa albóndiga. En ese simple movimiento de hocico se encierra el secreto de Golfo, siendo la mejor declaración de amor que ella recibirá jamás. A veces me pregunto si todos estaríamos dispuestos a ceder la última albóndiga del plato, sobre todo cuando nadie nos garantiza que habrá otra.

Ayer, en cualquier caso, me compré el DVD de La dama y el vagabundo. Sí, me la había descargado, pero esta película estaba incluida en la lista de “las que quiero tener”, que últimamente tampoco es tan larga. También me compré La cenicienta que, aunque no estaba en la lista, me llamaba poderosa desde la estantería.

Dos horas después, y una vez había conseguido captar la imagen de arriba, fui al cuarto de baño. En el camino de vuelta me encontré con un cartel que no había visto hasta entonces. En él se anunciaba la muerte de un compañero de trabajo (el encargado del correo, los periódicos y algunas compras de urgencia), añadiendo un dato desconocido para todos (su situación familiar). En el mismo, se anunciaba una colecta. Me sentí fatal, porque si no me hubiera comprado ninguna de las películas podría dar casi 45 euros más a la colecta. Una de las películas ya estaba abierta, la otra no, así que bajé a cambiarla, al tiempo que mentalmente renunciaba a alguna compra completamente innecesaria que tenía planeada, de forma que pudiera aportar algo más a ese fondo común.

Pero no me siento bien del todo, porque ayer me di cuenta de que, en realidad, no hago nada por los demás (entiéndase los demás como aquella gente que necesita apoyo de algún tipo: económico, educativo, sanitario...). Y eso no me gusta. hubo una época en que colaboraba en varios proyectos y en la que, a pesar de mis escasos ingresos, era capaz de apoyar económicamente a varias asociaciones. Hoy sólo me queda ese apoyo económico que a veces es anual y otras es puntual (campañas de urgencia, etc)

Pienso en si me gustaría dar más de lo que doy y aunque la respuesta es sí, también sé que es un sí poco convencido, porque implicaría renunciar a parte del tiempo libre que tengo, o implicaría llegar aún más tarde a casa de lunes a miércoles... y realmente no me encuentro con fuerzas para hacerlo. No creo que, a las 8 de la tarde, fuera capaz de cuidar niños, o de dar clases de castellano o pegar sellos en una sede. Alguna vez he hecho algo virtualmente, pero han sido las menos.


No me gusta sentir que hago menos de lo que debería, pero menos aún me gusta la sensación que se me queda en la boca cuando me doy cuenta de que no soy capaz de animarme yo misma a echar una mano donde se me necesite.