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viernes, 11 de febrero de 2005

Diseño de estrategias: Modos de caminar

Cuando era pequeña (en edad, que ya sé que en tamaño tampoco he crecido mucho) sufría un serie de complejos, la mayoría de los cuales estaban provocados por la forma que tenía mi entorno de interactuar conmigo. Complejos que han derivado en una serie de características y habilidades aprendidas. Quizás los más reseñables son los que se pueden atribuir a dos sucesos importantes en mi vida: que me pusieran aparato en los dientes (7 años) y que me pusieran gafas (11 años). Obviamente a esta tierna edad, y gorda como un tonel, mi atractivo era ignorado hasta por la fuerza de la gravedad. Así pues, me convertí en una persona bastante tímida y callada que siempre prefería escuchar a tener que repetir doscientas veces las cosas hasta que alguien conseguía eliminar las barreras que la resina del aparato ponía en mi boca y entenderme. A los 13 años di el estirón. Y a los 14 empecé a salir de juerga con mis amigas, y a tener mis primeros líos. Por fin me había desecho de la grasa que me envolvía, pero las gafas y el aparato seguían allí. Así pues, el aparato empezó a pasar cada vez menos horas en mi boca y más en el cajón de la mesilla. Y las gafas... bueno, a esas las sustituí por unas lentillas durante un año, hasta que éstas empezaron a atacar la sensibilidad de mis globos oculares y tuve que deshacerme de ellas. Un drama. La opción de volver a las gafas todo el día y de salir con ellas los fines de semana era impracticable. ¡Bastante hacía ya llevándolas en clase! Vale que era una presumida, pero joder, tenía 15 años y las gafas más feas de la creación. Así pues, abandoné mis queridísmas lentes y empecé a pasear por el mundo sin ellas. Bueno, más que a pasear, a tropezar con el mundo. Y es que, a pesar de no tener casi miopía, no veía un pimiento sin ellas. Nunca sabía quién me estaba saludando desde la otra acera (ni si me estaban saludando a mí), quién se acercaba a mí ni con qué intenciones, dónde estaba mi novio o mis amigas cuando salía del baño de la discoteca de turno y ellos se habían acercado a la barra... Me pasaba el día escrutando el panorama con cara de topo, los ojos entrecerrados, y sin distinguir a nadie hasta que no estaba a menos de medio metro de mí. Eso sin contar con que jamás veía los obstáculos físicos en mi camino hasta que no los tenía encima, o cuando ya había rodado por el suelo. En fin, que la tontería de las gafas me estaba haciendo ir por el mundo como el típico genio despistado. Y eso tampoco era bueno. Pero como seguía siendo una coqueta, no me di por vencida en mi batalla contra los antiestéticos cristales redondos que me había comprado mi madre. Así que había llegado el momento de demostrar mi inteligencia y desarrollar estrategias que me permitieran hacer menos el ridículo y entrar en los sitios con más dignidad. Me llevó tiempo perfeccionar la técnica que había ideado, pero con los años se ha demostrado infalible. Empecé a fijarme en la gente, en sus gestos, sus movimientos al caminar o al hablar, sus tics más comunes, cómo levantaban las manos al saludar, cuál era la longitud de su cabello, que ropa solían ponerse y cómo tendían a quedarles las prendas que más usaban. Memoricé camisetas, colores preferidos para vaqueros, si usaban zapatillas de deporte o botas, cuáles eran sus abrigos... Lo analizaba todo y creaba mi propio álbum fotográfico de cada persona. Al principio muy general, pero luego iba añadiendo detalles, diferencias sutiles, e iba creando clasificaciones para las cosas. Por ejemplo: Emma y María eran las dos rubias, más o menos de la misma altura y complexión y ambas levantaban la mano izquierda para saludar. Si se colocaban a más de 5 metros de mí era incapaz de distinguirlas (a menos distancia lo conseguía gracias a que el volumen del pelo de María era considerablemente mayor). Pero había una sutil diferencia en su forma de saludar. Mientras María levantaba la mano completamente recta, y el brazo también, Emma tenía tendencia doblar ligeramente el codo y a inclinar la mano hacia la izquierda. Problema resuelto. Durante muchos años conseguí triunfar con este método. Sabía quién era quién, con quién estaban hablando mis amigas o mi novio, y que intenciones tenían, aunque estuviera a considerable distancia, y siempre conseguía identificar a la gente incluso antes de que ellos me vieran a mí (lo cual resultaba muy útil cuando no quería saludar a alguien, o si estaba enrollándome con alguien que no era mi novio y éste aparecía en la discoteca). Pero el tiempo pasó, la tecnología avanzó y hoy puedo volver a llevar lentillas. Eso sí, la práctica no me ha abandonado e, inconscientemente, sigo haciendo mi pequeño álbum de fotografías de cada uno. Hoy le he contado esto a Athair a raíz de una conversación sobre la conveniencia o no de meterse con él, aún siendo desconocidos. Y le ha hecho gracia que yo dijera que yo no lo haría simplemente por la manera que tiene de caminar. Es el suyo un paso fuerte, seguro, decidido, que acompaña con movimientos de los brazos (normalmente rectos) no muy marcados que, simplemente, ayudan a transmitir la impresión de que “estoy aquí”. Es el paso de una persona segura de sí misma y de sus posibilidades de llegar a donde sea. Y, aunque me sea muy difícil explicar por qué, el de una persona que conoce y valora positivamente sus cualidades físicas (de resistencia y fuerza). Es un paso que advierte sobre la poca conveniencia de buscar pelea con él, quizás porque a veces, cuando camina en linea recta hacia un punto, con una pizca de tensión dentro de él, parece crecer ante nuestros ojos. Y sí, de todos los demás también tengo un “examen del caminante”. Por ejemplo, Imperator. Su paso también es seguro y decidido, pero a diferencia de Athair, lo que refleja no es “no te metas conmigo”, sino “no tengo tiempo para detenerme por chorradas”. Earendil tiene un paso pausado, como si decidiera sobre la conveniencia o no de seguir ese camino cada vez que levanta el pie del suelo. Sus pasos son más delicados, más suaves, como si no quisiera molestar al suelo con su presencia. Camina algo encogido, quitando importancia a su presencia física, y mirando al suelo, como buscando el próximo obstáculo con la suficiente antelación como para evitarlo sin hacer movimientos bruscos. Y Rapunzell... Bueno, ella camina a saltitos (aunque sin darlos), tomando impulso con cada nueva zancada, elevándose sobre la tierra. Es, como he dicho esta mañana, como el caminar de un duendecillo bondadoso y divertido (o duendecilla bondadosa y divertida) que aparece en los cuentos. Es un paso alegre, contento, armonioso, agradable de ver. ¿Y yo? Yo no tengo ni idea de cómo camino, pero sí puedo decir que, con lentillas o sin ellas, nunca he sido capaz de ver los obstáculos físicos en mi camino. Y así acabo... rodando por las escaleras del metro.