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miércoles, 9 de febrero de 2005

Sensaciones y detalles

Alguien dijo una vez que si tenías el problema identificado ya habías recorrido más de la mitad del camino. A estas horas de la noche, ese alguien me parece un mentiroso. Con premeditación y alevosía. ¿Por qué? Bueno, pues porque yo tengo mis problemas identificados hace tiempo y aún no he avanzado ni un solo centímetro. En algunos casos la dificultad radica en que desconozco el camino a seguir. O, más bien, veo distintas opciones, pero no sé cómo poner en práctica ninguna de ellas. Y así, sigo varada en el mismo punto escrutando el horizonte. En otros casos, los que tienen más delito, simplemente fracaso cada vez que lo consigo. Vamos, que sé exactamente lo que hay que hacer y cómo hacerlo, pero me demuestro incapaz de ello. De un tiempo a esta parte he descubierto en mí emociones que no había sentido nunca. Entre ellas, la envidia. Lo que antes fue admiración se ha transformado en envidia y, al intentar seguir esos pasos que admiro, y fracasar estrepitosamente, he acabado envidiando a aquellos capaces de darlos sin despeinarse. ¿Y qué es lo que envidio? La seguridad en uno mismo, la autoconfianza, el aplomo y la fuerza de voluntad. El convencimiento de que, lo que hacen, es lo que deben hacer. Y que por eso, tanto si fracasan como si no, estará bien hecho. Y envidio todo eso porque llevo años intentando sentirme así y no lo consigo. No sé si he puesto el listón muy alto o si, simplemente, mi cabeza (y la de otros) hacen que lo vea muy lejano. Quiero tener más fe en mí y en mis capacidades y, cuanto más lo intento, peor parece que me sale. Me sé la teoría y cada día veo su puesta en práctica, pero cuando se trata de mí hay algo en mi mecanismo interno que se rompe. Y acabo estropeándolo todo. Bueno, no todo, claro. Sólo el “todo” que se refiere a aquello en lo que me esté concentrando en ese momento. Durante muchos años he temido no ser suficiente. Y, para lograr estar a la altura, acababa haciendo cosas por los motivos equivocados. Un ejemplo. De siempre me ha gustado regalar cosas. Procurar, por ese medio, que los que estaban a mi alrededor estuvieran un poco más felices. Me gusta ofrecer algo que los demás sé que quieren, o que sé que les va a gustar. Sus sonrisas siempre fueron la mejor recompensa. Pero hubo una época en que, a este motivo, se sumó otro: si personalmente yo no estaba a la altura, y no era capaz de darles lo que necesitaban, igual podía cubrir ese hueco con cosas materiales. Me sigue gustando regalar cosas, claro, pero a veces me pregunto si lo hago por la razón correcta o la incorrecta. Intento caer en este vicio lo menos posible, pero soy muy consciente de que a veces se me escapa el mal hábito. Antes de seguir me gustaría dejar claro que estoy convencida de que he mejorado en todos estos aspectos. Hoy me quiero más y confío más en mí que hace unos años. Es solo que en ocasiones me parece que aún no es suficiente. Que estoy muy lejos de esos modelos a los que admiro y envidio al tiempo. Por supuesto, también envidio cosas que no dependen en absoluto de mí, sino de las circunstancias que me rodean. Por ejemplo, envidio el cariño e ilusión que pone Rapun en su trabajo, pero sé que comparar nuestras situaciones laborales es imposible. Y no es que yo haya perdido la ilusión por mi trabajo, es que he perdido la ilusión por “este” trabajo gracias al buen hacer de muchos de los que me han rodeado en los últimos años. Eso sí, para ser completamente honesta he de reconocer que, objetivamente, soy una persona problemática en según que puestos. Y por problemática entiendo un persona que discute las cosas y no acata órdenes porque sí, que tiene sus principios y lucha por ellos, que tiene su criterio y no deja que se lo pisen sin oponer resistencia. Vamos, problemática en el terreno laboral. Otra cosa que me ocurre es que miro a mi alrededor y pienso “me gustaría que en mi vida las cosas fueran así”. Pero no lo son. A veces puedo hacer algo para cambiarlas, y lo intento. Otras, no, porque no solo dependen de mí. Tengo que aprender que mi vida es como es, que algunas cosas cambiarán o no, según, y que, en el fondo, cada cual se ha labrado su destino. Así pues, lo mejor que puedes hacer es asumirlo, limar las esquinas contra las que más tropieces y seguir hacia delante con una sonrisa en los labios. A veces eso es difícil. Más que nada porque creo que, en según qué campos, pido o espero o necesito o exijo demasiado. No solo a mí, también a los demás. Hay aspectos de la vida en los que no me conformo con lo que tengo, que me gustaría tener más. Y eso puede resultar una pesada carga para los que me rodean. Porque, al fin y al cabo, mis necesidades deben convivir con las suyas, y acoplarse unas a otras. Cada día intento reducir esas necesidades, esas exigencias, para adaptarme a las de los demás. Y también, claro, a las circunstancias personales de cada uno. Unos días fracaso y otros tengo éxito, o eso creo. A veces fracaso porque no recuerdo que no estoy sola en una isla, o que no soy el ombligo del mundo al que hay que satisfacer continuamente. Pero en ocasiones es otro tipo de fracaso, el que produce la incomprensión de que los demás no quieran, o necesiten, lo mismo que yo. Este tipo de fracasos me afectan más. Porque hago sentir mal a las otras personas, porque en determinado momento empiezo a pensar si no estaré siendo muy egoísta (algo que no me gusta nada) y porque, a veces, no entiendo, o malinterpreto, las razones por las cuales existe esa diferencia de necesidades. Y, en el peor de los casos, acaban produciéndome inseguridad, que pagamos todos. No me gustan estos fracasos. Y lamento cada uno de los que he tenido en los últimos meses. Imagino que no debe ser fácil tener cerca de una persona con tanta necesidad de cariño y atención, y reafirmación de éstos, como puedo llegar a serlo yo. Siento las tensiones que eso os pueda causar, y sabed que trabajo en ello cada día. Unos con más fortuna que otros. En vista de que este post ha quedado más largo de lo inicialmente planeado, de los detalles solo diré que me gustan. Que adoro esas pequeñas tonterías que te hacen tener una sonrisa en los labios durante horas. Porque creo firmemente que el éxito de cualquier tipo de relación social acaba descansando, en buena medida, en ellos. Porque las relaciones hay que cuidarlas cada día, y los detalles ayudan a lograrlo. Son importantes para el día a día. Yo intento mantener eso presente en mi cabeza cada jornada, y procuro cumplir con mi filosofía. Si consigo o no que esos detalles os lleguen es algo que deberéis juzgar vosotros.