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jueves, 10 de febrero de 2005

Rutina cambiada

Desde hace unos días he variado mi trayecto al trabajo. Tardo algo más (unos minutos) pero no me importa. Ahora, aparco junto al Palacio Imperial y Templo del Banjo y me traslado en autobús hasta mi trabajo, pero sólo dos paradas de metro. Es decir, me ahorro la ingente cantidad de 1 parada. El camino desde esa, para mí, nueva estación y el trabajo lo hago andando. Es un recorrido de poco más de 4 minutos (como mucho), pero me permite sonreír en, al menos, 3 ocasiones. La primera, al pasar junto a una librería que exhibe en su escaparate algunos volúmenes viejos (que no antiguos). Sobre ellos destaca uno con tapas azules y hojas gruesas que seguro huelen a clandestinidad. Se trata de una edición de Desterrados (Exiles), de James Joyce. Y sé cómo huelen sus páginas porque tiene toda la pinta de haber sido impreso en algún país iberoamericano (posiblemente Argentina) durante la dictadura franquista, cuando Joyce estaba prohibido. No he entrado a preguntar cuánto cuesta, y tampoco sé si lo querría, por varias razones. La primera, que esta obra teatral de Joyce es bastante decepcionante. No, no es especialmente buena. Segundo, y más importante, porque desde el escaparate me anima todas las mañanas, algo que no creo que hiciera desde mi estantería. La segunda sonrisa me la provocan tres tiendecitas, muy cercanas unas a otras, que cada día sacan decenas de ramos de flores a la calle, pintándola de colores vivos. Me gustan especialmente los ramos de tulipanes que, además, no son nada caros. Algún día me compraré un ramo, pero siempre temo que lleguen estropeados a casa. De todos modos me gusta la estampa que ofrecen las tres concentraciones florales, aportan un toque de irrealidad a la zona, destacan entre tantas casas grises y tantos árboles mustios. Son un pequeño oasis entre tanto civilizado desierto. La tercera sonrisa del camino se la debo a una serpiente negra y amarilla, enorme, que cada mañana me saluda con su roja lengua desde un escaparate. Es genial. Brilla con la luz del sol mientras se esconde entre evocadores olores frutales. La serpiente de que hablo no da miedo, a pesar de que debe ser tres veces yo. Al contrario, te hace sonreír. A mí y a todos los clientes de la frutería en la que campa a sus anchas. Porque esta serpiente no es de verdad, está construida con fichas de Lego. Y se merece no una foto, sino un carrete entero. Y como hoy parece que estoy inspirada, o deseosa de escribir algo (y argumentos para una ficción no se me ocurren) he escrito varias entradas sobre periodismo. Da igual si las lee o no alguien, pero al menos voy haciendo cosas.