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sábado, 29 de enero de 2005

Esta ha sido una mala semana, principalmente en el terreno laboral. Unido al cansancio de llevar demasiados meses ejerciendo en un puesto que no es el mío, y en el que iba a estar solo por unos meses, está el hecho de saber, de forma más o menos fiable, que nadie piensa en sacarme de allí. También sé que existe la posibilidad de que contraten a más gente para puestos y secciones en las que podría encajar. La cuestión está en que, ahora mismo, eso también me da igual. Después de muchos años arrastrándome por esa redacción, han conseguido acabar con la ilusión que alguna vez pude tener. Y es una pena. Por supuesto, el hecho de que hayan desparecido, bajo un montón de basura, algunos de los trabajos de los que más orgullosa estaba no ha ayudado en nada. Porque no se trata de algo material, no. De conservar y retener cosas inservibles, no. Se trata de que en algunas de esas cintas estaba el fruto de muchas horas de trabajo, de muchos sudores y nervios. Algunas de esas cintas se grabaron después de duras peleas con mis jefes, y con jefes de prensa imposibles, como la de Peter Caruana, ministro principal de Gibraltar. También estaba la entrevista a James Thackara, novelista norteamericano autor de El libro de los reyes, con quien tuve la suerte de compartir casi dos horas de interesantísima charla sobre filosofía, literatura, historia... Fue mi primera entrevista para esta revista, y la disfruté como ninguna. Me la preparé a conciencia y se notó. Recuerdo dos momentos increíbles en ella. El primero, cuando la chica de prensa se acercó a decir que se había terminado mi tiempo y el autor la despachó diciendo que era la mejor entrevista que le habían hecho nunca y que, por lo tanto, se terminaría cuando yo decidiera. El segundo momento, cuando leí la dedicatoria que había puesto en mi ejemplar de su novela (sólo he pedido dos veces que me firmaran un libro, y las dos fueron tras una entrevista). También en esas cintas estaban las horas de grabación dedicadas a algunos grandes actores, o a musicales como El fantasma de la ópera. No todas, pero la mayoría eran importantes para mí. Y ahora ya no existen. No voy a estar reconcomiéndome toda la vida por ello, no es eso. Pero duele, y quita las ganas de seguir en un sitio donde la colaboración y el respeto al trabajo de los demás son nulos. Y donde, además, el periodismo que se hace es cada vez peor. He llegado a casa hace unas horas, y me he puesto a ver la televisión. No ponían nada (¡qué raro!) así que he hecho algo que llevaba tiempo sin hacer: ver algunas de las piezas que produje cuando trabajaba en televisión. Da igual si eran o no buenas, que algunas creo sinceramente que sí, lo que me gusta de ellas es que, en general, están hechas con cariño. Recuerdo cuando trabajaba allí. Sólo tenía que ir las tardes (por las mañanas iba a la facultad), pero siempre llegaba antes. A las dos, más o menos, me tenían allí con algo para comer. Me metía en una sala de corte, o en postproducción, o en la sala de AVID y me tiraba horas trabajando, puliendo las piezas, seleccionando material, haciendo encajar tomas... Era divertido, mucho. Y el tiempo se pasaba volando. Nunca salía a mi hora (las 8 de la tarde). De hecho, casi siempre era la última en abandonar la oficina. Pero no me importaba. Y el ambiente de trabajo tampoco era el mejor, según que épocas, pero disfrutaba con mi trabajo. Disfrutaba mucho. Nadie te ponía trabas en él, nadie te decía (casi nunca) lo que debías hacer. No había censura, nunca. Era refrescante y creativo. Todo era posible, sólo debías hacer ver a los cámaras lo que querías, y al final todo lo conseguían. Aprendí mucho en esa época, muchísmo. Y disfruté como una enana haciendo algo que me gustaba, algo de lo que me sentía orgullosa al llegar a casa. No como ahora. ¡Dios, cómo lo echo de menos! Por fortuna, además de que la semana laboral ha terminado, en estos días han pasado cosas buenas. Muy buenas. Pero esas mejor que las cuenten sus protagonistas.