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lunes, 9 de mayo de 2005

De creencias

Hace unos días mantuve una interesante conversación con Athair sobre creencias, religiosas o no, que me ha tenido pensando en el tema desde entonces. Mis padres, quizás temiendo la potencialmente peligrosa influencia de mi católica familia, me enseñaron desde siempre a cuestionármelo todo, a intentar buscar la última respuesta. así, cuando a los 8 años le dije a mi madre que quería hacer la Primera Comunión –no por el vestido, los regalos o la fiesta, sino porque realmente creía en ello–, mis padres tomaron la decisión de no ceder a la primera, pero tampoco negármelo tajantemente. Tiraron por la calle de en medio: me compraron una Biblia, me pidieron que me la leyera y pensara sobre ello, y me aseguraron que entonces discutiríamos el asunto como adultos. Una vez cumplida mi parte, nos sentamos en el salón para hablar del tema. Y lo hicimos largo y tendido. Como consecuencia de aquella charla, mi madre y yo nos recorrimos todas las iglesias de mi pueblo buscando una donde me admitieran en catequesis. Pero era demasiado mayor. Al final, conseguí mi propósito, aunque no de una forma convencional, y durante 7 largos años acudí a misa cada domingo. Eso sí, yo sola. Si dejé de ir no fue porque un día me levantara diciendo “Ya no creo en Dios”, sino porque en quien no creía era en el cura. Aún así, me fui volviendo más descreída con el tiempo. Fue más o menos a esa edad cuando desarrollé un verdadero interés por las ciencias. Me atraían la Física, la Química y la Biología. Y busqué en ellas la respuesta que no había conseguido encontrar en la Religión: ¿Por qué estamos aquí? ¿Tiene la vida algún sentido? Durante un tiempo, la encontré. La teoría del Big-Bang me bastaba para explicar la existencia de todo. Hasta que crecí y seguí leyendo y aprendiendo y descubrí que la venerada teoría no lo explicaba todo. Por ejemplo, nadie parecía capaz de explicar cómo de la nada absoluta podía crecer el universo. Y eso era algo que realmente me preocupaba. Pero no era solo eso. Había miles de interrogantes sin contestar de los que los científicos sólo podían aventurar teorías indemostrables porque “ni la Ciencia ni el intelecto humano han evolucionado lo suficiente como para entenderlos”. Así pues, una vez más, creer en esas teorías era, de algún modo, un acto de fe.Sí, de fe, porque no había ninguna base científica demostrable que los explicara. Todo eran suposiciones, cábalas. Y eso me dejaba en el mismo punto que con la explicación religiosa. Porque, ¿qué diferencia hay entre creer que el mundo fue creado por una inteligencia superior (dios) o por una gigantesca explosión capaz de creer materia y energía de la nada? ¿Qué es distinto en afirmar que la luz y las tinieblas se crearon por mandato divino, así como todos los seres vivientes, o en decir que existe una selección natural, inteligente, cuyas pautas no podemos definir, o en afirmar sin ningún asomo de duda que esa explosión fue causada de forma natural e inexplicable por la confluencia de unas condiciones desconocidas en un momento determinado? Al fin y al cabo, recorriendo cualquiera de los dos caminos llegas a un punto de indeterminación en el que eres tú mismo el que decide creer, o no, que las cosas sucedieron tal y como las cuentan unos científicos/teólogos que se basan, a su vez, en sus propias creencias, prejuicios y escalas de valores. Sí, sigo afirmando hoy día que tanto creer en Dios como creer en el Big-Bang son actos de fe. Algunos me dirán que son formas de fe distintas, pero no lo creo. Ambas se basan en el absoluto convencimiento de que las cosas pasaron de determinada forma. Otros me dirán que es imposible que la historia haya sucedido tal y como cuenta la Biblia, más concretamente el Antiguo Testamento. Y tendrían razón, posiblemente. A nadie le cabe en la cabeza la idea de un Matusalén que viviera más de 1.000 años, o la de un diluvio que anegara la tierra. Pero es que igual estamos cometiendo el error de leer de forma literal esos textos. Porque ¿qué pasaría si sustituimos el Diluvio por el impacto de un meteorito que destruyera cualquier forma de vida existente en la Tierra, provocando que el ciclo de la evolución tuviera que empezar de nuevo? Desde hace muchos años no he podido definirme con una palabra respecto a las creencias religiosas. Ni soy creyente, ni soy atea ni soy agnóstica. No puedo afirmar que crea más en la Ciencia o en la Religión, porque estaría mintiendo. Sé que en la vida hay millones de preguntas sin respuesta, interrogantes que igual no desvelemos nunca, así pues, mientras tanto, ¿qué hay de malo en creer una cosa u otra? Considero, sinceramente, que ambas opciones son igual de legítimas, que el cerrar puertas no es un buen camino para alcanzar el conocimiento (nunca lo ha sido), así pues procuro no hacerlo, pero también intento no estancarme. Me interrogo a mí misma sobre las cosas en las que creo con más asiduidad de la que pudiera creerse, y me gusta hacerlo. Me gusta seguir sintiendo el gusanillo de la indeterminación, el saber que estoy dispuesta a admitir posibilidades. Y no, no he hablado de la Iglesia, he hablado de religión, de un sistema de valores y creencias que ofrecen una explicación a la vida, un sentido a la existencia y una esperanza. Porque al fin y al cabo, creo que eso es lo que ofrecen tanto la Ciencia como la Religión, cualquier religión. Y es que la necesidad de respuestas es completamente humana.