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martes, 20 de julio de 2004

10.15 Mi familia y otros animales Además del título de una maravillosa y divertidísima novela autobiográfica que todos deberíais leer, es la frase más cercana a lo que me va a ocupar hoy: la relación de mi familia con los animales. Sobre la segunda parte dela trilogía literaria, Bichos y demás parientes, escribiré en otro momento. En mi vida casi siempre ha habido animalitos: hamsters, tortugas de orejas rojas, periquitos... Pero los más curiosos, por su comportamiento, han sido (y siguen siendo) los tres gatos (Carbón, Gaspar y Ulises), dos perros (Can y Stanley) y un conejo (Tomás). Con todos ellos, salvo con Ulises mi padre tiene una curiosa teoría: en mi familia amariconamos a los animales. Y cada vez estoy más convencida de que es así. Can fue el primero en llegar a casa. Yo debía tener unos 7 u 8 años. Era un precioso pastor alemán, hijo de la perra de mis tíos. Le trajimos a casa cuando a penas contaba un mes, por lo que hubo que devolverle con su madre un tiempo. Al principio yo le daba de comer en biberón, y se acostumbró tanto a estar en mis brazos que incluso quería lograrlo cuando ya era un señor perro. De cachorro siempre que podía se tumbaba en mi regazo, y lo lograba muchas veces dada mi costumbre de sentarme en el suelo. Lo que no sé es cómo no me rompió una pierna... Pero que fuera cariñoso conmigo o con mis padres es, dentro de lo que cabe, normal. Lo que no lo era tanto es que perdiera el culo por los mimos de los desconocidos. Si alguna vez alguien hubiera entrado a robar a mi casa, Can se habría limitado a tumbarse panza arriba demandando caricias... Por eso cuando tuvimos que darle a otra familia (el perro podía conmigo y yo era la que más tiempo pasaba con él) no le costó nada irse con ellos. Sé que luego nos echaba en falta, pero nada grave. Luego llegó Carbón, un gato blanco y negro (parecía que llevaba frac) que cogimos del trabajo de mi madre para una amiga suya. pero claro, estuvo 15 días en casa y yo ya no quería dejarle. Mi padre, muy a regañadientes aceptó (luego le llegó a querer mucho). Cuando le cogimos, lo hicimos porque de todos los que había en el patio, él era el más independiente (la amiga de mi madre pasaba mucho tiempo fuera, así que era lo mejor). Pero fue llegar a casa y cambiar radicalmente. Se comportaba más como un perro: me seguía a todas partes, no hacía más que pedir mimos, y jamás se mostró desagradable con nadie, ni siquiera con desconocidos. Lo mejor de todo su comportamiento venía por la noche. Carbón tenía un cojín en un escalón para dormir. Cuando nos acostábamos todos subía allí, y se hacía el dormido. Esperaba a que todos hubiéramos apagado las luces, y que nuestra respiración se relajara al ritmo de los sueños. Entonces, sigilosamente, bajba las escaleras y se apostaba en el marco de mi puerta. Con cuidado, subía a mi cama, a los pies. Y allí se quedaba hasta que yo volvía a dormirme, momento en el que ascendía a la altura de las rodillas. Cada vez me despertaba, y cada vez esperaba a que volviera a dormirme para dar el siguiente paso: tras las rodillas iba el regazo, luego el cuello (zona de la nuca), la cabeza coronilla) y, finalmente, se acababa metiendo en mi cama, con su cabeza apoyada en la almohada y una patita saliendo de entre las mantas. Era más mono... Carbón se escapó tras un infernal viaje camino a Sotillo. Le he visto alguna vez, y siempre se ha dejado acariciar... Años más tarde, en 1996, llegó Stanley, mi querido perro alfombra. Se supone que es un cazador, pero no cazaría ni una mosca... Mis padres decidieron llevarle a adiestramiento, sólo para educarlo, nada de ataque, dijeron. Pero ya puestos, ¿por qué no enseñarle a defendernos? dijeron los dos. Yo me negaba, pero daba igual: yo era quien le acompañaba en el adiestramiento. No sé si es que él pasaba de todo, o qué, pero el caso es que la educación en ataque no tuvo ningún efecto. Se limitaba a mover el rabo, echarse patas a rriba y jugar con el que se suponía que me estaba atacando... Un desastre pedagógicamente hablando, pero yo le quise más por su pasotismo. Hoy día, sigue igual de alfombra... Gaspar fue el siguiente. Un gato callejero, blanco, al que recogí tras ser atropellado. Mis padres estaban de vacaciones, y mi perro Stanley estaba con ellos. Cuando volvieron, mi padre me miró mal, y mis animales se alegraron de tener mútua compañía. Era genial verlos jugar, el gato sobre el lomo del perro, lamiéndose, compartiendo comida y cunco del agua (Stanley era el que compartía, realmente). Finalmente, cuando me fui a Córdoba, hubo que regalarlo. Hoy vive en Toledo, en casa de una amiga de mi madre. Y vive como un rey. Tomás llegó a mi vida desde una carnicería. Estaba metido en una caja, bajo un cartel que ponía conejos frescos. 1.000 ptas. (lo sé, el cartelito se las traía...). Yo estudiaba veterinaria, y me pareció una crueldad, así que entré y le pedí al carnicero que me diera al animalillo, previo pago de su importe, y le dejara la cabeza donde estaba. Me lo llevé a casa, bueno, a la de mi ex. Y allí, en una jaula, estuvo varios meses. Le sacaba cuando yo estaba por allí, y así al menos me hacía compañía. Al tiempo, parecía un perro, y si le llamabas, acudía. Se restregaba como un gato y buscaba las caricias. Por distintas razones que no vienen al caso, tuve que llevarle a casa de mis padres, y mi progenitora le soltó en El Pardo. No sé qué ha sido de él. Y el último es, como ya sabéis, Ulises. Él es el culpable de esta entrada, el que me a ha sugerido. ¿Cómo? Muy sencillo: probad a lavaros los dientes con la mano derecha, mientras un pequeño y mimoso gato negro descnasa sobre el brazo izquierdo, que está haciendo un ángulo de 90º con respecto al cuerpo, y en parte del antebrazo, que hace otro ángulo de 90º con respecto al brazo... O intentad escribir al ordenador con un minino encima del teclado (claro, como le haces más caso al teclado...); o hablar por teléfono mientras intenta ponerse entre el micrófono y tu boca... Lo mejor es que al irme le he dicho que me dier un beso... ¡¡y lo ha hecho!! En fin, que no sé si la teoría de mi padre es o no cierta, pero desde luego que un poco raritos les volvemos...