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lunes, 9 de agosto de 2004

02.00 Resistir, aprender y levantarse de nuevo Es demasiado tarde para intentar escribir algo coherente. Y, sin embargo, algo me empuja a hacerlo. Incluso a pesar de haber dicho que me iba a la cama. He pasado una semana mala, realmente mala. Y lo peor que puedo decir de ella es que no he sido la mejor compañía que podía desear (ni para mí ni para otros). Ni siquiera he sido la mejor amiga que podía necesitar. ¿Qué quieres mierda? Pues toma dos cubos... A día de hoy esa parece haber sido mi filosofía estos días. Salvo honrosas y deliciosas excepciones. Hay buenas noticias. La más importante ocurrió el miércoles. Y, aunque no lo creáis, es buena. Después de 1 año y 9 meses conseguí algo que me estuvo amargando un tiempo: llorar. Llorar por mi abuelo. Hay cerca de mi trabajo una pequeña tienda donde venden pan, bollos y otros alimentos envasados. La regenta un ancianito muy simpático con el que siempre acabo hablando de otras cosas, además del tipo “deme un donuts de azúcar”. El miércoles, no sé por qué, le pregunté por las vacaciones y él se enzarzó en un maravilloso monólogo sobre las vacaciones disfrutadas con su esposa. Al salir de la tienda supe por qué me caía tan bien ese hombre. Y es que se parecía tanto a mi abuelo cuando estaba bien... En ese momento no pude más, y me eché a llorar. Tuve que sentarme en la acera (no era plan de llegar llorando al trabajo). Y me sentó bien. Por fin pude reconocerme que le echaba de menos, tanto como el resto de mi familia. Aún ahora recuerdo su sonrisa. Y, sobre todo, sus ojos empañados de lágrimas el 5 de diciembre de 1991, el día de sus bodas de oro, cuando le demostramos, a él y a mi abuela, cuánto les queríamos todos los de la familia, y cuánto bien habían hecho. Siempre he pensado que lo suyo, lo de mis abuelos, era un milagro. Más de 60 años juntos. Mi abuela recorriendo media España, en plena guerra, para estar junto a su cama en el hospital. Varias veces. Vistiendo un hábito para cumplir una promesa, pidiendo que regresara a casa sano y salvo. Y los 8 hijos. Sacarlos adelante con el sueldo de un militar retirado. La ayuda a los nietos. Y siempre, siempre, esa mirada en los ojos que demostraba cuánto se querían, a pesar de todo y de todos. A pesar del tiempo, las penurias y la enfermedad que poco a poco se lo fue llevando de nuestro lado. Pero hoy sé que no fue ningún milagro. No pudo serlo. Ninguno dura tanto tiempo. Hoy sé que esos 60 años de felicidad, que la familia que crearon, no se han debido a la “intervención divina”. Hoy sé que fue el fruto de muchos años de esfuerzos. De trabajo en equipo. De perdonar y olvidar. De apoyarse en el otro en los malos momentos. De decirse que se querían en los buenos. De confiar en que la persona de al lado no iba a retirar la mano jamás. Fue el fruto de lograr que las cosas merecieran la pena, de no dejarse abatir en las tormentas, y permanecer unidos. De hablar las cosas, de dedicarse tiempo, de darse espacio y libertad. De respetarse y admirarse mutuamente. Sé que los dos tuvieron miedo alguna vez. Muchas veces, posiblemente. Y sé que miraron al miedo a la cara y no se dejaron vencer por él. Estoy segura de que mirarse a los ojos les daba la fuerza necesaria para enfrentarse a lo que les echaran, para curarse las heridas y seguir día a día caminando juntos. Aunque no fuera fácil. Aunque no fuera cómodo. Aunque a veces pensaran que no merecía la pena, o que el otro estaba mejor en otras compañías. Sé que su amor les hizo ser cada vez mejores personas, dar más y, por lo tanto, recibir más. Aunque las cosas no fueran fáciles y las personas fueran difíciles, muy difíciles. Porque sé que ellos sabían que, a veces, hay cosas que realmente merecen la pena. Cosas por las que hay que luchar hasta el final. Por las que hay que resistir, aprender y levantarse de nuevo, espada en mano, para enfrentarse a los nuevos ogros. Sé que las hay. Sé que hay cosas por las que la lucha, aunque sea muy casada, debe continuar, hasta erigirnos en vencedores de nuestro propio destino. Sólo hace falta confiar en quien tenemos a nuestro lado, en que nos va a curar las heridas, en que, aunque a veces meta la pata, desea nuestro bien. Aunque a veces no lo veamos, aunque se necesite más de una oportunidad. Confiar en que, cuando nos vea a punto de rendirnos, ocupará nuestro lugar en la batalla, dedicándonos antes una sonrisa, unas palabras de aliento y un “te quiero”. Porque a veces el peso de una espada es demasiado grande para soportarlo solo, pero es increíblemente ligero cuando puedes mirarte en los ojos de la persona a la que quieres y encontrar la fuerza que te falta en su sonrisa. Esta entrada es para ti, mi paladín, para que me dejes compartir tu carga y protegerte, como tú has hecho conmigo todo este tiempo.