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miércoles, 16 de marzo de 2005

Estoy mala

Cuando era pequeña, o adolescente, me gustaba ponerme mala. Estaba la parte buena de que ese día, o días, te librabas de ir al colegio. Es verdad que a veces lo pasabas realmente mal (recuerdo con horror las dos bronquitis), pero el estar vagueando en casa, y que te colmaran de atenciones (y vieras hasta odiarla "El Imperio contraataca") solían compensarlo. En la Universidad las cosas cambiaron: me molestaba perderme clases interesantes. Y cuando mi vida laboral despegó, cambiaron mucho más. Cuando trabajaba en la tele procuraba no ponerme mala nunca, y si alguna vez caía, no dejaba de ir a trabajar. De hecho sólo recuerdo dos ocasiones en las que mis jefas me mandaron a casa: en la primera tenía una contractura cervical que me impedía girar el cuello. En la segunda, casi me caigo redonda en la redacción (y se suponía que debía ir a una Feria de Antigüedades en el IFEMA). Después, en la revista, era el miedo el que me impedía faltar. Debido a mi precariedad laboral, perder un día podía suponer una merma del 25% de mi sueldo mensual, o incluso más, si el mes era realmente malo. Ahora, con una cierta estabilidad, tampoco me gusta faltar. Por ejemplo, mañana. Soy consciente de que tengo un trancazo de aúpa, y de que es muy posible que, en estos momentos, tenga fiebre. Pero no quiero quedarme en casa. ¿Por qué? Pues porque Ulises es un cielo, pero, si no estoy muy muy mal, no me gusta nada la idea de estar en casa sola todo el día. La casa es demasiado grande, y fría, y vacía cuando estoy sola y no tengo a nadie que me cuide.