Una de las cosas que siempre ha sacado de sus casillas a mi madre es mi reticencia a tirar nada. “Nunca se sabe”, pensaba. Por eso guardo en casa de mis padres un tambor de Colón forrado en papel de cuadros azules la mayoría de mis peluches de pequeña. O varias carpetas llenas de trabajos escolares y apuntes de las más variadas materias. No sólo de la Universidad, también del instituto. Por eso tengo en mi casa una caja negra llena de recortes de periódico sin clasificar, y un par más de cajas grandes llenas de los más variados cachivaches jamás usados por mí. O ropa que no me pudo poner hace 11 años, pero que me encantaba en su momento.
Hacer limpieza suponía un auténtico sacrificio, porque mi madre esperaba sacar de mi cuarto una o dos bolsas de basura llena de esas cosas que ella consideraba inútiles. Ropa inservible, apuntes o trabajos de épocas pasadas, juguetes viejos o desvencijados... Me costaba horas y horas decidirme a tirar una u otra cosa. Y, días después, siempre echaba de menos lo que ya no estaba.
Recuerdo que tenía una muñeca. No era especial, de hecho tenía 3 o 4 más como ésa. Pero me negaba a tirarla. Había perdido una pierna. No exactamente perdido, simplemente se había roto el enganche con la cadera, y no tenía mucha solución. Pero me negaba a dejar de jugar con ella. Al principio se la colocaba y jugaba con ella sujetándola. Luego, pasé al papel celo y al esparadrapo, en un intento por mantenerla pegada al cuerpo. Pero no duraba mucho. Aún así, me negaba a tirarla.
Luego llegó mi primer perro, Can, un pastor alemán que la eligió como blanco en el que descansar sus doloridas encías. La muñeca perdió pelo, y todo su cuerpo aparecía surcado de pequeños mordiscos. Y cada día yo limpiaba sus babas, peinaba las calvas y pegaba la pierna, dispuesta a jugar con ella.
Cuando me hice mayor y dejé de jugar con muñecas se las regalé todas a una prima. Ésa incluida, aunque supongo que ella la tiró.
A lo largo de mi vida me he encontrado con muchas muñecas como aquella. He luchado por todas. No siempre lo hice bien, y no siempre la decisión de hacerlo fue la mejor opción. Hoy vuelvo a hacerme la misma pregunta, ¿me aferro a la vieja, lucho por ella, o simplemente acepto lo nuevo como algo inevitable?
martes, 28 de junio de 2005
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