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martes, 26 de octubre de 2004

12.23 Envidias y otras cuestiones Hace mucho, mucho tiempo, existía una adolescente que en nada se parece a mí ahora. Ella era dura, o eso creía. Bebía Jack Daniel’s y ginebra. Vestía casi siempre de negro, frecuentaba un bar llamado “La gruta” y escuchaba a Bruce Springsteen y Def Leppard. Esa adolescente decía las cosas tal y como las pensaba, sin parar a preguntarse si era o no lo más adecuado. La palabra autocensura no existía en su vocabulario. Se enfrentaba a los problemas y a las dudas de frente, sin miedo a ellos, creyendo que saldría indemne de cada enfrentamiento. Cuando había que gritar, gritaba. Cuando había que protestar, lo hacía. Y siempre decidía: decía dónde, cuándo y cómo. O eso creía. Esa misma adolescente es la que, en un viaje de dos meses con más de 300 personas, decidió hacerse cargo de su grupo mientras no había monitor para ellas. Cuidó de ellas, escuchó sus problemas y ofreció soluciones, y sus compañeros la miraban con respeto: nada se hacía si ella no lo aprobaba. Pasó el tiempo, y esa adolescente se quedó por el camino. Igual sigue buscando el camino de baldosas amarillas, pero creo que el enfrentamiento con el león cobarde la pudo. En momentos como éste la echo de menos, quisiera encontrarla dentro de mí, aunque sea agazapada en una esquina, para que me dé fuerzas. Porque ya no sé gritar. Porque ahora pienso demasiado las cosas, porque los enfrentamientos no me gustan (incluso me asustan). Porque a veces las situaciones me sobrepasan y no sé reaccionar. Porque la corrección y la autocensura se han convertido en tónicas. En estos momentos miro a mi alrededor y siento envidia de mis amigos. Porque algunos son tan francos como me gustaría. Otros, tienen una determinación que les hace casi invulnerables. O una confianza en ellos mismos, y sus capacidades, que desmonta cualquier estrategia externa. Les miro, veo lo que tienen y lo que son y me da envidia. Y me miró a mí, veo el miedo que me da intentar ser como ellos y me cabreo. Porque el miedo o provoca saber que no voy a ser como ellos, que no voy a obtener lo mismo que ellos y, por lo tanto, una gran incógnita se extiende ante mí. Tengo ganas de gritarme, de azuzarme, de decirme “¿Estás harta de ser como eres? Muy bien. Cambia. Y si no lo vas a hacer, entonces deja de quejarte”. Hay días en que simplemente estoy harta de ser como soy. Porque tengo situaciones a las que hacer frente y no soy capaz. Porque un nudo me impide decir en voz alta lo que realmente pienso, siento y quiero. Porque por evitar un enfrentamiento, no aclaro nada. Hay días, o semanas, en que simplemente estoy harta de ser como soy. Y no comprendo por qué el resto del mundo no se da cuenta de que, para mi horror, al final yo también me he convertido en un león cobarde, aunque, espero, menos peligroso.