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jueves, 4 de noviembre de 2004

12.49 Sigo a la espera de una llamada de teléfono que nunca llega. Y si llegara... ¿qué me depararía? ¿Tendría el valor de tirar por tierra parte de lo conseguido hasta hoy y empezar de cero, sin garantías, sin avales, sin red bajo mis pies? Y si lo hiciera, ¿quién me apoyaría? ¿Quién pensaría que estoy haciendo lo correcto (aunque solo sea porque es lo que me apetece)? Me da miedo, para qué negarlo. Cada día que pasa desaparece un poco del valor que, en su momento, creí tener. Sé que si tuviera menos compromisos formales (léase la casa y la hipoteca) las cosas serían distintas y dudaría menos a la hora de tirarme a la piscina. Pero aquí, en mi mesa, me hundo cada día más en lo que parece ser un pozo sin fondo. Nadie va a sacarme de aquí, lo veo clarísimo, casi prístino, y este trabajo no me gusta, no es el que yo quiero hacer. Pero hacer cábalas sobre lo que no es posible que suceda no tiene sentido. Mejor pensar en las vacaciones. En las tres largas semanas que me esperan, sin hacer nada. La primera la pasaré en casa, muy bien acompañada. La idea, vagear, ver a los amigos, organizar alguna cena y dejar a mi acompañante en ridículo el día 23, cuando nos sentemos a escuchar a Les Luthiers. La segunda... ni idea, no hay grandes planes. Quizás una escapada a Asturias, a ver a mis tíos, aunque está algo lejos y quizás solaparía la reunión de listillos que se celebra la siguiente semana (la tercera de mis vacaciones). Aunque aún hoy me pregunto si me apetece ir. Después de la experiencia de la pasada (en la que 10 horas después de llegar ya quería volver a casa) la perspectiva no me seduce demasiado. Aunque, por otro lado, ¿qué iba a hacer yo en Madrid sola, si todos estaréis allí (y los que no tampoco estarán en la capital)? Aunque, por otro lado, ¿quién iba a cuidar de Ulises? Eso sí, la opción N.Y. se retrasa, quizás hasta navidades, o eso dice mi madre ahora...