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miércoles, 16 de junio de 2004

11.45 ¡¡¡Happy Bloomsday!!! (Que conste que lo advertí....) Por fin hoy es 16 de junio de 2004. Y la pregunta escrita en el diario de Joyce, en 1924, tiene una respuesta afirmativa: sí, la gente se acuerda. No sé si al genio le gustaría ver el circo en el que se ha convertido este día, posiblemente no. Pero no cabe duda de que le encantaría que la cerveza corra por las calles de Dublín como si fuera aire. Algo tampoco muy raro, por otra parte. Pero hoy no quiero hablar de Joyce y su libro como lo he hecho otras veces. Hoy me gustaría contar por qué me gusta tanto, por qué es, sin duda, mi libro preferido. Aunque no sé si sabré hacerlo. Hasta los 21 años mi existencia transcurrió sin que James Joyce se acercara a ella ni por asomo. Quizás algún artículo mencionándolo, alguna referencia literaria... Nada que me llamara la atención ni excitara mi curiosidad. Ese año, 1998, empecé la carrera de Periodismo. El primer día de clase tenía una asignatura que se convirtió (estaba cantado) en mi preferida: Literatura Universal Contemporánea. El profesor, un señor mayor entrañable, se acabó convirtiendo en amigo y mentor. En alguien con quien tomar un interesante café en la hora del recreo misal. Pero antes, volvamos a septiembre de 1998. Estábamos en clase y este profesor entró, nos repartió unas hojas y nos pidió que contestáramos a unas preguntas, sólo para conocer el nivel de la clase. Luego, leyó algunas en voz alta, entre ellas la mía. Al terminar, y aunque se supone que eran anónimas pidió que se identificara el autor o autora. Tímidamente levanté la mano. Me pidió mi opinión sobre algunas de las obras que citaba, y me pidió que me quedara al finalizar la clase. Fue nuestra primera conversación sobre literatura, y me dejó un agradable sabor de boca. En la siguiente clase nos dio el programa de la asignatura, y nos lo esplicó paso a paso. Cuando llegó al epígrafe titulado “Introducción al abigarrado mundo de Joyce” sus ojos se encendieron. Empezó a contar un cuento, o eso parecía. junto al programa había una lista de las lecturas obligatorias del curso. El Ulysses estaba entre ellas. Nos aconsejó que empezáramos a leerlo ya, aunque el examen fuera en febrero, y nos contó como su mujer había estado a punto de tirarlo al fuego de la chimenea... Obediente como pocas, aquel día marché a la librería con la lista de libros. Los compré todos, y empecé con Joyce. No pasé de la página 20 aquel día, ni aquella semana. No sé si aquel mes conseguí leer más de 40 páginas, la verdad. Cuando llegaron las vacaciones de Navidad aún no lo había terminado. Cierto que otras lecturas obligatorias luchaban por mi escaso tiempo libre, pero aún así... El caso es que empecé las Navidades con el libro, tuve que volver a empezarlo. Y las terminé con él, esta vez, mediado. Seguí leyendo, y Circe puso conmigo. Lo dejé otra vez, aunque esta vez sabía que por poco tiempo. Para febrero debía estar leído. Y así fue. Cuando llegó la primera lección sobreJoyce yo ya lo había terminado ¡milagro! Y no puedo decir que me hubiera gustado mucho, la verdad. Pero Luis, el profesor, me hizo cambiar de opinión. Eran sus ojos, sus gestos al hablar de la historia. Pero, sobre todo, sus explicaciones. Los miles de pequeños detalles y referencias que a mí se me habían pasado. ¡¡¡Y eso sólo en las dos primeras páginas!!! También las dificultades de Joyce para escribir la novela, con un mapa de Dublín a un lado, copias de los periódicos del día a otros, y las cartas escritas a los amigos preguntando si un hombre normal podría saltar la verja de hierro del número 7 de Eccles Street sin sufrir daños. Sabía que tenía que volver a leer la novela, esta vez con más calma. Pero el examen se acercaba y no había tiempo. La mañana de la prueba la pasé en la cafetería, con otros compañeros, repasando el libro. Sólo otros dos de la clase se lo habían leído, así que ejercimos de profesores repasando y explicando. Y disfruté. En verano volví a coger el Ulysses en mis manos. Y esta vez me atrapó. No cuenta nada, no dice nada. Y sin embargo... El 16 de junio de 1904 fue un día normal, una jornada cualquera para los miles de dublineses que vivían, o eran enterrados entonces. Pero es también la fecha en que uno de ellos, o más bien dos, padecen las penurias de cada día, las humillaciones cotidianas. ríen las gracias que les hacen daño y sueñan con llevar otras vidas. No es una odisea porque se enfrenten a grandes gigantes de un solo ojo, o porque derroten la magia de unos seres marinos fantásticos cuya voz hechiza. Es una odisea porque es el día a día. Los monstruos son casi rutina, pero siguen siendo monstruos a los que vencer antes de que finalice la jornada. Y ellos, Leopold Bloom y Stephen Dedalus lo logran una vez más. Sabiendo que, al día siguiente, la lucha será la misma. Es un canto a la vida, a sobrevivir ante todo y contra todos, que termina con “la palabra más positiva del lenguaje”.